El hospital Drácula

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Había vuelto a caer en mi adicción al alcohol y tras pasar como tres semanas ebrio decidí que ya tocaba desintoxicarme, así que me acosté en la cama y me pasé toda la noche retorciéndome y sufriendo el síndrome de abstinencia; al día siguiente me obligué a comer y me dije que ya no volvería a consumir bebidas espirituosas. Para la cena mi madre me preparó pescado empanizado al que yo agregué mayonesa. Comencé a sentir sueño y me fui a dormir.

A las tres 33 de la mañana, que dicen que es la hora del diablo, me desperté con un terrible dolor, como si me atravesaran el estómago con una espada, así que me fui a la farmacia por una caja de supradol, pero el dolor no se paraba, y me la pasé como tres días que a mí me supieron a tres meses de agonía; lo único que me calmaba un poco era meterme a la regadera y acostarme boca abajo con el chorro de agua caliente en la espalda.

Mi hermana decidió que ya no era posible y me llevaron a una clínica privada donde me inyectaron calmantes, y el dolor no se pasaba: hasta me metieron a un túnel para hacerme un escaneo y descubrieron que tenía una pancreatitis aguda y que debían internarme y meterme un tubo por la nariz, pero cuando nos informaron la cantidad que ya habíamos gastado en tan solo dos horas de estar en el bendito hospital, que ya eran 15 mil pesos, decidimos buscar otras opciones.

En el Hospital Militar me rechazaron y yo seguía retorciéndome de dolor; también me mandaron a la chingada los de la Cruz Roja (nota mental, no volver a darles ni una sola moneda con sus boteos). Luego a mi hermana se le prendió el foco pues yo tenía Seguro Popular y me llevaron al Hospital Central.

Para esto la ciudad estaba desolada porque había comenzado la pandemia del Covid. Entré con un médico, igualito a Joseph Mengele, quien me pidió las lecturas del túnel que me habían hecho en la otra clínica, y determinó que él me iba a quitar el dolor bajo el sencillo procedimiento de ponerme a dieta (no podía tomar ni un sorbito de agua), ponerme suero vía intra venosa y drogarme.

—¡Quítese la ropa!

—¿Así, nomás? ¿No me piensa ni invitar un café?

—No sea payaso, quítese la ropa y póngase una bata.

Había un practicante de medicina que estaba recostado en uno de los camastros de la clínica, con las patas con todo y zapatos encima de las sábanas; el joven me agarró la mano izquierda y me pinchó la vena y salieron chorros de sangre que mancharon todo el piso, las sábanas y la bata diminuta que me dejaba las nalgas al aire y que no me cubría bien mis genitales. Comenzó a invadirme una sensación de calma, de oscuridad, y me dormí.

A la mañana siguiente llegó el mismo practicante de medicina y me dijo que me subiera en una silla de ruedas y me pasearon por todo el hospital con las nalgas de fuera y los genitales a plena vista.

—Vamos a llevar al don a que le hagan otro escaneo.

Dos jóvenes practicantes de medicina, un muchacho y una muchacha, me dijeron que me recostara en una cama, luego hicieron que me untara un gel en la panza y me pasaron un aparato para verme las tripas.

—Llévense al don a cuarto privado, que ya no lo queremos en urgencias.

Pues me llevaron en la silla de ruedas hasta un elevador y terminé en un cuarto para dos personas, divididas las camas por una cortina corrediza.

Ahí me volvieron a pinchar las venas de la mano, me conectaron a un chisme, como un postecillo con ruedecitas, del que colgaba el suero, un aparato que metía los líquidos y le picaron a la botella de solución salina con una jeringa que contenía calmantes y volví a caer en la oscuridad.

Los practicantes de medicina traían un desmadre en los pasillos, gritaban, jugaban y a cada rato entraban a pincharte para extraerte sangre; algunos eran tan bárbaros que sentías que te succionaban toda la vena del brazo con las jeringas.

En el delirio de la droga comencé a alucinar; llegó una enfermera tipo germana fea, con las manos gordezuelas, que vestía un uniforme verde como del siglo XIX; venía empujando una cama con ruedas sobre la que traía un catafalco cerrado con cadenas; la enfermera se sacó una llave que traía colgada del pescuezo y abrió los cerrojos y me dijo:

—Aquí le dejo al portador de insectos, al portador de terror, para que le haga compañía.

Del catafalco salió el mismísimo Vladimir Vlad Dracul vestido de rojo, con sus horribles bigotes y se me quedó mirando.

Luego comenzó a sonreír hasta formar una mueca enorme, imposible, llena de dientes como de piraña y yo estaba paralizado de puro terror y hasta pensé que era el mismísimo demonio.

El vampiro se metió a su catafalco y comenzó a sacar varios objetos: un reloj francés de la época revolucionaria con una diosa Libertad, una lámpara de mano y el volumen de “Los nueve libros de la historia”, de Herodoto, y se puso a leer en voz alta ese pasaje terrible donde los persas torturaron a un rey, creo que se llamaba Mitrídates, con el escafismo.

Los muy perversos lo habían metido a una lancha dejando las manos, los pies y la cabeza de fuera, luego le picaron los ojos con agujas para obligarlo a beber ingentes cantidades de leche podrida y de miel hasta que el pobre tipo se orinó y se defecó dentro de su lancha.

En seguida pusieron a flotar esa cosa en un pantano; pero lo jalaban con una cuerdita para darle de comer y de beber y no se les muriera muy pronto: dicen que pasó 23 días en agonía y cuando le hicieron la autopsia estaba lleno de enjambres de insectos que se le habían instalado en las entrañas, y el rey no podía ni siquiera rascarse.

Vladimir Vlad Dracul guardó las cosas en su catafalco y se metió al mismo y comenzó a desintegrarse y a convertirse en una masa hirviente de cucarachas, gusanos, arañas y moscas que rebosaban para derramarse por todo el piso y para infestar las paredes y todo volvió a ser oscuridad para mí.

—Eh, compa —oí que me llamaba mi compañero de cuarto, varias horas más tarde—. ¿Esos son sus pies?

—Sí, amigo.

—¡Qué patotas tiene usted, parecen unos lonchesotes!

—Pues gracias, supongo.

—¿Me puede dar agua?

Me levanté de la cama, jalando el postecito con todo y suero y entonces lo vi: el pobre hombre tenía varias mangueras que le salían de la cabeza y que estaban atadas a un guante de goma y eso le había ocurrido por borracho, pendenciero y rufián.

—Ese bato ya no puede estar más jodido.

Nunca debí pensarlo ya que en las películas de terror, cuando alguien suspira de alivio, creyendo que ya ha pasado el peligro, aparece Freddy Krueger con tamaños cuchillotes y llena toda la pantalla de sangre, y así ocurrió: llegó un enfermero con cara de sádico acompañado de una mujer.

—A este hay que entubarlo —y entonces, horror de los horrores: la enfermera sacó una manguera de plástico, la untó con una crema, y se la metió por la uretra al gilipollas ese que aullaba como un condenado, en seguida sacó cinta color canela, de esa para embalar cajas de cartón y de un modo inmisericorde le cubrió todo el pito para que no se le fuera a salir la manguera.

Era cosa rara y maravillosa ver ese acto de crueldad que el mismísimo Marqués de Sade hubiera envidiado. El enfermero se volvió a mí.

—A este también entubelo.

—¡Pobre de ti que te me acerques, que les parto la madre a los dos o me tiro por la ventana! Además yo puedo caminar e ir al baño solo.

—Está bien.

Días después me dieron el alta y juré por todos los dioses del Olimpo, de Asgard y de Vanir, y además por Jesucristo, que yo jamás volvería a beber una sola gota de alcohol. Cinco días más tarde ya me veías bebiendo.

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