Por: Elko Omar Vázquez Erosa
La fiesta agotó sus posibilidades y los últimos convidados desaparecieron. César esperaba, impaciente, el vacío de la estancia. ¿Qué era tan importante? ¿Por qué razón Alberto no podía esperar hasta mañana, cuando las burbujas del alcohol dejasen de fluir en su cerebro?
Alberto abrió la puerta de su estudio y, como un personaje de Óscar Wilde, extrajo un largo y fino cigarrillo, pues fumaba con placer de sibarita.
—¿Supiste que Alejandra se casa? —dijo sin preámbulos. César trató de fingir, pero los colores lo fueron delatando y el frágil equilibrio huyó entre pesadas resonancias.
Y le era difícil levantar la vista.
Después de miles de instantes inconmensurables, preguntó:
—¿Cómo te enteraste?
Alberto se limitó a extender el periódico, donde aparecía una mujer a punto de desposar a un gorila…
César se volvió de hielo y se rompió en pedazos, pedazos que revelaban sangre, pedazos que huyeron por la chimenea y se adueñaron del volante.
Y las calles resentían el ruido, y las risas dementes viajaron por el asfalto.
El vehículo de César se fue deshaciendo en la distancia —víctima de un hechizo— e impactado por el aire…
…se fue volviendo aire.

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