El cuervo y la calabaza

El cuervo y la calabaza

Por: Luis Octavio Legarreta Talamás

La aldea de Elen Luin se preparaba para decir adiós al caluroso verano y recibir el otoño, los pastizales rebosaban de un verde avivado por las pequeñas gotas de rocío que dejaba la niebla proveniente del bosque de Crussellas, los arroyos bajaban saltarines jugueteando malabares con las piedras y los huertos estaban rebosantes de fresas, maíz, zanahorias, patatas, uvas y sobre todo de calabazas.

Digo sobre todo porque ya se esperaba la fiesta de otoño donde se hacían concursos del mejor vino y la calabaza más grande entre los pueblerinos y los habitantes de las granjas cercanas: Jack el granjero esperaba con ansias ese día ya que sus calabazas por lo general se llevaban todos los premios.

—Calabacitas, este año será diferente: no importa cuánto crezcan, todas ustedes serán ganadoras— les dijo cuando sólo eran unas florecillas adornando el huerto.

Todas las calabazas se sentían enormes y soberbias y se miraban unas a otras con recelo y desconfianza, todas menos una que era feliz y estaba contenta con lo que el cielo le había dado: para empezar la existencia y para seguir una humilde y discreta belleza; las otras calabazas le perdían cuidado ya que no veían amenaza alguna en ella ya que era mucho más chica que todas.

—Está contenta con lo que tiene porque no alberga ambiciones: la alegría y la conformidad son de mediocres —pensaban las demás.

No obstante a ella no le preocupaba lo que pensaran las demás ya que sabía que siendo agradecida con lo poco o mucho que le ofrecía la vida serviría para algo especial, tal vez un budín destinado al gran festejo, tal vez enriquecer y rellenar con su dulzura las tiernas empanadas de miel para las abuelitas del pueblo y, quién quita, hasta ganar el concurso de la calabaza más grande de la temporada; nadie lo sabía, ella era feliz y haría lo mejor que pudiera, así que no se preocupaba, además de que no entendía por qué las otras ayoteras se afanaban en ser mejor que otras y se amargaban la existencia.

—¿Crees que estamos preocupadas por ti, calabacilla insignificante? Pues no es así, no eres tú quien nos preocupa, ni siquiera nuestras hermanas, sino los malditos y horrorosos cuervos del norte: son despiadados, soberbios, malos. ¡Quién fuera como ellos, que sólo llegan y arrasan con nosotras, tan indefensas! ¿Cuándo llegara el día en que una hortaliza pueda escapar de las garras y picos voraces de los cuervos? O mejor aún soñamos con que una de nosotras pudiera tener el valor de hacerles frente y vencerlos, ahuyentarlos, defendernos; pero eso es imposible. No sabemos cómo es que tú no te preocupas al respecto, basta solo un picotazo de esos picos ennegrecidos y malévolos para que nosotras dejemos de valer y nos abandonen para que nos pudramos bajo el sol y entre la tierra —se lamentaban, quejumbrosas, las enormes calabazas.

Y tenían razón, eran un problema las plagas y los cuervos que bajaban del norte del bosque a comer y abastecerse, acabando con los sembradíos y devastando las cosechas; ése no era un disgusto solamente de las calabazas sino de los granjeros, quienes tenían sus esperanzas depositadas en sus cultivos para poder pasar el invierno que se avecinaba.

Llegó el otoño trayendo el dorado de los álamos y alisos y el amarillo y fuerte rojizo de los abedules. Todos estaban contentos y felices; pero muchas veces la vida nos pone pruebas inesperadas.

—Son ajustes necesarios —nos diría el Universo— así como ustedes, también tengo que existir y para hacerlo, necesito cambiar. Hagan igual, pues únicamente lo que se adapta al cambio prevalece.

Y el Universo, sin preguntarle a nadie cambia constantemente y sigue su curso: ya depende de nosotros los seres con conciencia aprender, renovarnos y seguir adelante, o quejarnos, arrepentirnos, maldecir y morir.

Después de una tarde lluviosa llegó una noche fría. El vaho helado de la muerte rondaba mostrando sus garras y parecía que deseaba ocultar algo más negro que su alma.

A la mañana siguiente los granjeros despertaron alarmados: cientos y cientos de bandadas y parvadas de cuervos habían llegado, tantos que en el suelo parecía que el manto de la noche había caído a la tierra, y cuando volaban parecían tornados enfurecidos: eran cuervos enormes y hambrientos.

Las calabazas de nuestro pobre Jack estaban inconsolables, tenían terror de los grandes cuervos: serían devoradas sin compasión.

Los cuervos, sin tocarse el corazón, comenzaron a picotear toda ayotera que tenían enfrente. Aun las más grandes tenían miedo ya que su pesadilla se había convertido en realidad: siempre temieron; pero nunca hicieron algo al respecto, todo se lo dejaron al destino y el Universo, como ya vimos, no se detiene a ver  a quién salva.

Las calabazas más grades, jugosas y soberbias, fueron las primeras en morir devoradas: toda su vanidad y hermosura se convirtió en su desgracia; sólo la calabacita humilde no tenía miedo y se paraba digna, sin temor a los cuervos. Las legumbres a su alrededor no lo podían creer y desorbitadas maldecían a los cuervos, al destino y a su propia belleza.

—¿Cómo es posible que no tengas temor, Calabacilla, si el maldito destino nos trajo esta desgracia? Los cuervos acabarán con nosotras y no hay nada por hacer —dijo una.

—Déjala, no teme porque es tan mediocre y no tiene nada que perder, valiente es cualquiera cuando poco se vale —dijo otra.

La calabacilla no hacía caso, sonreía valiente y se decía para sus adentros:

—Tengo que hacer frente a estos cuervos, no solamente para salvarme yo, sino para ayudar a todas mis hermanas. Es verdad que cualquiera es valiente cuando no se tiene nada que perder, pero yo tengo a mis hermanas y quien es valiente cuando se tiene mucho que perder ya vale el doble.

La calabaza más grande que por ahí se encontraba la alcanzó a escuchar y dijo:

—Ahora resulta que la calabacilla nos va defender, tan poco vale y tan fea es que ni aun los cuervos podrían fijarse en ella para devorarla. Ja ja ja —dijo soberbia y todas las demás rieron también.

Eso poco importó a nuestra humilde y feliz calabacilla, ella estaba satisfecha con lo que valía y estaba dispuesta a hacer frente al enorme y ventajoso enemigo; poco importaban las burlas clásicas y de siempre a las que, por otro lado, ya estaba acostumbrada.

El atardecer se adueñaba del horizonte, las calabazas deseaban la noche como las luciérnagas la necesitan para brillar y abrigaban la esperanza de que los cuervos se cansaran e hicieran sitio a los murciélagos, e incluso varias sintieron crecer dentro de sí la esperanza de salvarse.

—Se avecina la noche —dijo el más grande de los vegetales— espero que nos podamos salvar pues nosotras sí tenemos mucho que perder, no como esta calabacilla tonta y mediocre —remató con toda la intención de herir ya que no desaprovechaba una oportunidad para hacer sentir mal a quien podía humillar.

—El sol del atardecer se niega a partir; sin embargo ya queda menos luz y tal vez los cuervos hayan saciado su hambre y odio por hoy y podamos escapar —continuó la calabaza más grande—. Espero y llegue un último cuervo y que se coma a la calabacilla, así nos hace un favor a todas nosotras y al mundo entero al quitar su fea e insignificante existencia de la faz de la tierra.

Todas las hortalizas se rieron y se burlaron, una vez más.

La calabacilla comenzó a sentirse triste: tal vez era verdad; sin embargo un ratoncillo que andaba por ahí y había escuchado las burlas la miró y le dijo:

—Si eres digna de tus sueños serás muy valiosa al convertirte en aquello para lo que naciste, sé tú y te convertirás en una leyenda.

—Calla, ratoncillo insignificante —dijo la calabaza soberbia— que pronto llegará la noche y espero un búho sabio y enorme te someta y devore por tus insolencias. Claro, el Universo los crea y ellos se juntan.

—Ten cuidado con lo que deseas, ayotera, que por muy grande que estés todo se paga y la vida misma se cobra —contestó el ratoncillo.

—¿Y quien ha venido a cobrarme? ¿Acaso tú? Escoria inmunda, porquería que vive de las migajas y sobras de los demás, más vale que te vayas y dejes de molestar.

El ratoncillo se quedó serio; de pronto puso unos ojos de terror y huyó brincando despavorido y como pudo. Las calabazas, al verlo, rieron y festejaron el acto: la mayor de ellas le había dado una lección.

—Espero haya aprendido cuál es su lugar, mira que venir a defender a la más mediocre de las legumbres no lo hace un león.

Esa fue la última risa de la calabaza ya que un enorme y majestuoso cuervo había llegado volando y enterró sus garras y pico en su piel y la destrozó como si la odiara, para luego devorarla: era la razón por la que el ratoncillo había huido, ya que lo había visto venir.

Todas las calabazas vieron a la mayor de sus hermanas implorar misericordia, lloriquear e incluso ofrecer a otras en su lugar para ser devoradas; de su hermosura y majestuosidad no quedaba absolutamente nada, el gran cuervo la había despedazado. Todas temieron, todas imploraban perdón y piedad, menos la calabacilla humilde que, ante el espectáculo del cuervo destrozando a una de sus hermanas sintió coraje, por lo que no pidió nada al cuervo y esperó digna.

“Fácil para ella que ni el cuervo la voltearía a ver”, dirían las demás; no obstante el cuervo la miró fijamente, lo que agradó a las demás: tal vez el ave de negro plumaje la comería y su sabor tan desagradable lo desanimara y se iría de ahí. “Ojalá fuera así: que la calabacilla les hiciera el doble favor de quitarles al gran cuervo de encima y dejara de existir”, pensaban sus hermanas.

El gran cuervo la miró recio y soberbio y se acercó, dando saltos provocadores. Le dio varias vueltas, mirando de soslayo, con una maldad impresionante; de pronto soltó grandes carcajadas: no podía creer que un vegetal así lo desafiara.

—¡Vaya! La más fea y pobre de todas las calabazas sintiéndose digna frente al mayor de sus temores, al gran azote de sus virtudes y al más grande y doloroso de sus problemas; esto sí es una lección de vanidad: jamás pensé que alguien me ganara en ello. Las calabazas más grandes y hermosas tienen temor y suplican que no las devore; sin embargo ésta me desafía. ¡Ja, ja, ja!

La ayotera humilde se dio cuenta de que todas sus hermanas se querían burlar, aun cuando el gran cuervo la denigraba y hacía menos; sin embargo lo que el ratoncillo le dijera la había hecho recapacitar y sonrió.

—Venid, venid a ver esta monería, cuervos del mal, azotes de las tormentas —continuó graznando el cuervo—: mirad, que de la desgracia se ensalza la vanidad.

Varios cuervos se posaron alrededor y las calabazas cercanas temieron y odiaron aún más a su hermana, que por su fealdad había atraído a los cuervos.

—¿No te da pena ser tan fea entre todas tus hermanas? ¿Acaso no temes a la mayor de tus amenazas? Te comprendo: si no temes a tu propia pobreza e insignificancia, ¿cómo te espantaría la grandeza? Yo soy Cuervanidad, la furia de los cielos, rey de los cuervos del norte y saqueador y asolador  de los huertos y valles.

Todos los cuervos alrededor aleteaban y graznaban festejando la soberbia del gran cuervo. Cuervanidad era más, se sentía más que todo lo que estuviera alrededor. Las otras calabazas morían de miedo, maldecían sus raíces, querían arrancarse de la tierra y escapar de ahí.

—Mis alas cortan los vientos y mi pico atraviesa la noche. Piso y pudro a quien quiero y mi soberbia va más allá de la negrura azul de mis alas. Con mi vuelo cubro las estrellas por la noche y mi sombra al atardecer se engrandece, ¿y tú? ¿Qué tienes que decirme, calabacilla? —preguntó el gran cuervo con sarcasmo.

Los cuervos miraban con desprecio, se burlaban de las legumbres y le pedían a grandes graznidos a Cuervanidad que destrozara a la calabacilla a picotazos y la hiriera con las garras; pero el grancuervo los calló:

—¿Acaso creen ustedes que mancharía yo mi negro pico con esta pobre calabacilla? No es así, mi pico y garras están para hundirse en la más grande y bella de todas las hortalizas, pero lo que sí haré es pararme sobre esta calabacilla y cagar encima de ella las tripas de sus hermanas, al cabo que la calabaza no habla y el que calla otorga —dijo al mismo tiempo que  aleteaba y se posaba por encima de la calabaza.

Risas malvadas se soltaron junto con la noche y las estrellas parecían comportarse muy frías y lejanas; las otras calabazas morían de terror, así que nadie podría ayudarla y librarla de tal humillación. Todos los cuervos alrededor graznaron roncamente y con mirada fría veían el espectáculo, la humildad sería deshonrada y la soberbia se pararía por encima, defecando sobre ella. Los truenos de una tormenta lejana iluminaban de vez en cuando y las plumas negras y azules de los cuervos le daban un tenue toque de espanto al valle.

Los cuervos no paraban de comer y de exterminar y su líder se sentía el rey de la creación humillando a lo que se pusiera enfrente; de pronto un gran rayo dejó todo en suspenso, la lluvia comenzó a caer débilmente, para después arreciar rápidamente, junto con los relámpagos. Hasta que alguien protestaba, y no fue la luna, el sol o las estrellas, sino la tormenta y sus nubes oscuras y un viento enfurecido.

Calabacilla se sentía impotente, desesperada, no sabía qué hacer, cómo defenderse o reaccionar: hubiera preferido que la devoraran junto con sus hermanas; pero ni para los cuervos serviría, entonces, ¿qué podía valer?

El cuervo la miró con odio y desprecio:

—No te dejaré en paz, ni a ti ni a tus hermanas, esto por pararte digna como si lo fueras, enfrente de mí.

La tormenta arreciaba y parecía azotar la tierra protestando en contra de aquellas injusticias, al menos el agua le lavaba la suciedad a la pobre calabacilla y el agua también trajo una esperanza. Uno de los cuervos vio hacia el horizonte y se estremeció de terror al ver que los relámpagos iluminaban a los enemigos de todos los cuervos.

—Cuervanidad, la tormenta trae malas nuevas, debemos irnos de aquí, vienen los hombres por nosotros… debemos huir —dijo el cuervo, aterrorizado.

—¡No es posible! ¡Malditos hombres! No dejan que la fiesta siga en paz —dijo el gran cuervo al percibir una gran sombra entre la oscuridad de la tormenta. Los ojos les habían cambiado a todos los cuervos y ya no graznaban: todos en silencio estaban alertas

Efectivamente era un hombre, Jack el granjero, quien se acercaba entre la fuerte lluvia con una linterna de aceite de ballena. Los cuervos, asustados, comenzaron a huir, levantando el vuelo y perdiéndose entre los rayos y truenos de la tormenta. El gran cuervo vio al hombre acercarse y temió, pero antes de levantar el vuelo para escapar miró a la calabacilla y con el frío brillo de sus ojos la atravesó:

—Volveré por ti para llevarte a las alturas y que veas lo que ni por esfuerzo o sacrificio te mereces, y después de maldecirte te dejaré caer a lo más bajo del lodo, que es a donde perteneces —dijo abriendo sus alas y tras soltar un agudo graznido levantó vuelo, perdiéndose entre la tormenta.

Las ayoteras se quedaron ahí en silencio, ¿igual que podían decir?, estaban todas humilladas, despreciadas y picoteadas. La calabacilla se sintió sola y triste en medio de la fría noche: habían sido los peores momentos de su vida y comenzó a sentir que no valía nada y que en verdad el cuervo tenía razón, aun y cuando tuviera entusiasmo o dignidad el ave, como había jurado, volvería para destrozarla. Nunca había entendido por qué tanto odio, tanto rencor: no alcanzaba a comprender por qué, siendo tan poca cosa, se podría tener celos y envidia de ella.

Cuando la vida se ensaña contigo no debes desistir ya que se trata de una prueba que superar y la recompensa será aquello que buscas y anhelas, aquello que no se puede obtener hasta que le demuestres a la vida y al Universo que eres digno de merecer.

No en vano los valores se fortalecen ante la adversidad, si no fuera así, entonces serían falsos. Al que pide valentía, no se le da la valentía en sí; pero se le da la oportunidad de elegir entre ser valiente o cobarde; cuando alguien pide honestidad se le da la oportunidad de la verdad o de la mentira; cuando alguien pide dignidad, se le da la oportunidad de ser digno o humillado; cuando alguien pide sueños cumplidos se le da la oportunidad de obtener realidades, pero también de meras y mediocres Ilusiones, ¿qué queda entonces? Queda seguir, pasar la prueba y escoger lo que verdaderamente anhelas siendo digno de ello. Así se forjan los valores y si alguien los tiene entonces lo vale.

Claro está en las leyes de las estrellas que lo que siembras cosechas, y lo que hagas se cobra o se paga según tus acciones.

La calabacilla intentó no hundirse más, pero ahora el lodo la salpicaba, fríamente; Jack, el granjero, llegó a donde ella estaba; todas las calabazas se animaron, seguramente el buen Jack venía a rescatarlas, llevarlas a la granja y ponerlas a salvo de los cuervos, sería lo más lógico: Jack escogería las más bellas y grandes para ponerlas a salvo y ganar su premio en el festival, así que todas se posaron dignas y grandes ante la llegada de aquel buen hombre que amaba sus cultivos como ningún otro granjero en el mundo. Calabacilla, al darse cuenta de la presencia del granjero se animó y todo aquello que la afligía desapareció: sabía que sería algo especial y dejó atrás su desánimo: acaso Jack la escogería para llevársela con él.

Los vegetales ahora sí mostraban su magnificencia, ya no se sentían como las cobardes ni hipócritas de hacía unos momentos, incluso dejaron atrás a la pobre calabacilla pensando que ella ni de chiste tendría oportunidad de ser escogida; sin embargo los planes del creador agricultor son poco conocidos y si bien el objetivo de su búsqueda era salvaguardar su bella cosecha es difícil comprender sus intenciones.

El granjero iluminó a las calabazas y descubrió que ya estaban picoteadas y desgarradas por lo que las escogió como todo un sabio y las echó a una carretilla. Las elegidas sonrieron y se alegraron: se habían salvado de los cuervos y de la adversidad del clima ya que ahora el granjero las cuidaría, pero antes de partir Jack busco una más; esta vez sí batalló para escoger ya que buscaba algo en particular, todas temieron que el hombre encontrara calabazas más bellas y finas, sin picotear por los cuervos, y las desechara a ellas; el egoísmo invadió la carretilla mientras Jack iluminaba de cerca con la lámpara y ahí, entre todas las que deseaban ser elegidas, miró a la más escondida, que yacía quieta y humilde; fue y la tomó, se la acercó a la cara y sonrió:

—Tú me servirás, eres del tamaño perfecto para lo que busco —dijo sonriendo el granjero.

Las demás calabazas no se lo podían creer, estaban rojas de coraje, envidia y celos. ¿Cómo era posible que Jack se fijara en una basura como ella y no en otras más hermosas que estaban alrededor? Todas maldijeron y blasfemaron, aun incluso en contra de quien las había sembrado y cuidado con tanto amor; estaban desorbitadas de odio y rencor, pero nada podían hacer, Jack gobernaba ahí y él ya había decidido. Las ayoteras de la carretilla, lejos de alegrarse por su hermana se sintieron muy incómodas al respecto. ¿Cómo era posible que Calabacilla fuera digna de estar con ellas y haber sido elegida también? Se enfadaron muchísimo y despreciaron una vez más a Calabacilla quien, no obstante, siguió con su entusiasmo y algo de preocupación por las calabazas que se quedaban a diestra y siniestra: ojalá pudiera hacer algo por todas ellas, tenía que hacerlo.

Jack llegó a su vieja y cómoda cabaña, metió las calabazas bajo techo y después de encender un quinqué y la chimenea se dispuso a trabajar en una mesa, agarró a todas y cada una de las calabazas y las limpio dejándolas relucientes: todas se sentían soberbias, se les olvidaba lo cacarizas que habían quedado y se imaginaban ganando el premio y posando para la foto de todos los años que Jack acostumbraba coleccionar; lo mínimo que podían esperar era ser parte del budín de calabaza que horneaban las abuelas para el festival de otoño o rellenar las dulces empanadas azucaradas y competir contra las fresas, todas menos una que humildemente posaba agradecida y no olvidaba quién era, ni de dónde venía, y mucho menos olvidaba a las pobres de sus hermanas. Cuando le tocó que la limpiaran a ella Jack la tomó con sus manos y la acarició: el granjero estaba sorprendido que de todas las ayoteras fuera la única que no estaba mallugada, cacariza o abierta; la limpió finamente y la levantó, acercándola a su cara una vez más.

—Eres perfecta —dijo el granjero y le dio un beso.

Sus hermanas envidiosas ya estaban embriagas de vanidad y poco les importaba su hermanilla, mucho menos las demás: el destino se había escrito y ya algunas hasta comenzaban agradecer a los cuervos y a la tormenta: si calabacilla, tan pequeña, era perfecta, entonces ellas ya estaban más allá de la perfección.

Calabacilla estaba feliz: Jack la dejó en la mesa y se levantó por un gran cuchillo y afilándolo se acercó. Las demás hortalizas dejaron atrás su vanidad para  mirar consternadas lo que acontecería. Calabacilla estaba inquieta, nadie entendía el plan de Jack para con ella, ni aun ella misma y hasta temió.

Jack terminó de afilar el amenazante cuchillo y se sentó, tomando un trapo y a la calabacilla sin más ni menos se lo encajó: esto le dolió a calabacilla hasta el alma. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? ¿Acaso también el creador agricultor se mofaría de ella, la humillaría, la despedazaría? Cada cuchillada le destrozaba el ánimo y el corazón, no entendía el por qué: hasta quien la había sembrado, cuidado, elegido y amado la destrozaba. Jack era hábil con el cuchillo y pronto terminó: le había sacado todo a Calabacilla dejándola hueca y vacía, ahora se sentía peor que nunca, y sus hermanas desde la carretilla se burlaban confortadas y complacidas por su sufrimiento.

A media noche Jack se había ido acostar, sólo quedaba una vela cerca de Calabacilla, quien sentía mucha tristeza y soledad: no podía dormir pensando en qué sería de ella; recordó que siempre había sido buena y lo único que quería era servir, tal vez eso le pasaba por pensar o creer que sería algo importante y le sería posible ayudar a todas sus hermanas y a Jack el granjero; pero no veía cómo lograrlo.

Sintió desesperación y miedo, después más tristeza; pero esta vez más fuerte, y tuvo un sentimiento enorme que jamás había experimentado e incluso se extrañó: se daba cuenta que de algún lugar le brotaba agua cristalina de sentimientos, esto no era posible, no con ella sin tener ojos, pero las lágrimas brotaban purificándole el espíritu entristecido; una gota cayó resbalando y reflejando la luz de la vela y cuando llegó a la mesa la calabaza se pudo ver en el reflejo: estaba distinta, ya no era ella, ahora tenía unos ojos y una nariz muy parecida a la de los humanos, se sorprendió muchísimo y hasta hizo una sonora exclamación.

Pensó que Jack se había despertado, pero no fue así, la exclamación salía de ella. Con un esfuerzo volvió a mirarse en el reflejo de una de sus lágrimas y vio que también tenía una boca: se asombró a tal grado que no pudo contenerse y llamó a cuchicheos a sus hermanas, pero ellas estas estaban dormidas o no quisieron despertar, soñando que al día siguiente serían parte del budín principal que adornaría las mesas o formaría parte del relleno de las dulces empanadas, y así soñando no despertarían hasta el terrorífico momento de ver que sólo servirían de alimento para los cerdos.

Calabacilla se sentía diferente, esto la animó un poco; pero tuvo miedo y muy ansiosa dejó de llorar. Se siguió mirando en el reflejo de su lágrima y descubrió que a pesar de toda esa soledad, de tanta tristeza e impotencia, estaba sonriendo: no entendía el por qué; pero una gran sonrisa la adornaba y esto la motivó.

Durante la madrugada, antes de que saliera el sol y los gallos cantaran, Jack se había llevado a sus hermanas de la carretilla y jamás las volvió a ver; no obstante después de un tiempo Jack volvió, la tomó en sus manos, la limpio una vez más y se la llevó.

Calabacilla miraba todo el valle y el huerto con asombro, pudo sentir y oler el aire fresco de la mañana otoñal, sobre todo los olores dulces de las fresas, el maíz y la alfalfa, y se puso feliz; sin más Jack la colocó justo donde la había encontrado y dejándola ahí se retiró.

Calabacilla se dio cuenta que todas las majestuosas legumbres la miraban muy extrañadas, no la reconocían en verdad y murmuraban al respecto: esto poco le importó a la calabaza, quien se sentía un tanto desconcertada, pero mucho más animada.

La tarde llegó y las nubes grandes y negras cubrieron los cielos: malos augurios traía el viento helado y mortífero, los cuervos atacaban el valle de nuevo y bajaban en grandes y crueles bandadas destrozando todo a su paso. Calabacilla veía y quería hacer algo para salvar a sus hermanas; pero se sentía insegura, aunque tener ojos, nariz y boca le dio fortaleza.

Como un rayo cayó Cuervanidad por encima de muchos de los vegetales cercanos: los destrozaba con desesperación y rabia, ni siquiera para alimentarse pues buscaba a la humilde calabaza que lo había desafiado; de pronto un destello frío y penetrante atravesó el ojo del cuervo: ahí estaba la calabacilla insignificante y sin pensarlo, con un vuelo siniestro se posó encima de ella.

—De modo que aquí te escondes, maldita. He vuelto y me has de temer, más ahora que nunca ya que esta vez he venido solamente por ti. Has de temer porque soy tu verdugo, la crueldad que te hostiga y te latiguea, el dolor y el terror de ti y de tus hermanas y en esta ocasión no te escaparás viva. Vengo a verte morir porque tu destino son mis garras y tu angustia mi grande pico. Mi alma negra oscurecerá a la tuya y tu vida durará hasta que yo lo decida pues soy más poderoso que tú. Tu esclavitud es mi libertad, tu muerte es mi vida: sólo eso eres, alimento para cuervos —gritaba con un poderío alarmante.

Las otras calabazas se sentían heridas y humilladas, aun los demás cuervos temían a Cuervanidad. El viento chillaba y los relámpagos no dejaban de caer, hiriendo a la tierra. La lluvia hizo presencia, todo se veía de terror, mas  Calabacilla, con la dignidad respaldada en su humildad nunca se sintió menos, sino al contrario, al verse ante la posibilidad de ser humillada tomó valor:

—¡No! —exclamó determinante—. No es así, cuervo.

Cuervanidad al escucharla se estremeció: no sabía de dónde había llegado esa voz; pero se escuchaba firme y segura.

—Mi destino lo marcarán mis actos, mis decisiones y mis sentimientos. Una cosa es escoger ser parte de un ciclo y otra muy diferente es crear un ciclo. La libertad se gana, no se otorga o se comparte: se puede enseñar; pero no regalar. ¿Quién eres tú para creerte dueño del destino? —desafío la calabaza un tanto valiente.

El gran cuervo estaba atónito ante lo que acababa de escuchar y al darse cuenta de que la voz provenía de la calabaza agitó sus alas y se quitó inmediatamente de encima, asombrado, como si diera un paso atrás. Revoloteó inseguro hasta otra calabaza y vio que el insignificante vegetal tenía ojos, nariz y boca como la de los poderosos humanos.

—¿Cómo puede ser? —se preguntó el cuervo, azorado— ¿Cómo es que tienes ojos para ver, nariz para olfatear y boca para hablar si tan sólo eres una Calabaza?

—Ni yo misma lo sé, tan solo soy y me paro firme en lo que me toca hacer —contestó la calabaza.

—¿Cómo es que lograste parecerte a los poderosos humanos en tan poco tiempo?

—¿Poderosos humanos? Ellos tan sólo son bondadosos y cariñosos.

—¡Ja ja ja! —rió amargamente el cuervo—  ojos tendrás, pero no ves más allá; nariz tienes, sin embargo no olfateas la realidad; tu boca no ha de servir más que para predicar palabras vanas e ignorantes. ¿Qué sabrías tú de lo que ofrece el mundo si siempre has estado pegada a la tierra? Jamás conocerías lo que es la humanidad: los hombres son crueles y egoístas, sobre todo más destructivos y vanidosos que los cuervos. Acepto que su inteligencia va más allá de todo límite y rebasa fronteras; pero rompen sueños y consumen la tierra. ¿Cómo es que los defiendes, calabaza, si tú misma eres devorada por ellos? No hay ser más duro de corazón y malo del espíritu que un humano: si alguien le temo es a ellos, quienes con su sola presencia hacen que todas nuestras parvadas huyan en desconcierto.

—Consumida soy, es verdad, mas es el destino para el cuál nací y al aceptarlo estoy en armonía con el Universo. Nadie me arrebata lo que soy por ser diferente, nadie es más que alguien por decisión. Si tú temes a los hombres yo los admiro y ojalá pudiera tener la mitad de los dones que ellos poseen: sus manos son capaces de crear y sus cariños y cuidados hacen crecer; ellos me conocen desde que fui semilla y me cuidaron de que pájaros cualesquiera me comieran; me regaron a diario y agradecieron a la lluvia que me limpiaba y me daba de beber y como ves, gracias al destino he adquirido el don de la palabra, la vista y el olfato.

—Pero no el don de la movilidad. Hablas como uno de esos humanos que se creen saber todo. Por un momento me sorprendiste y me pudiste engañar; pero no dejas de ser una calabacilla tonta y mediocre, muy lejos de llegar a parecerse a los humanos; por más que lo desees jamás lo lograras; yo he intentado hacerlo: he volado por todo el mundo, he visto la tierra madurar y las civilizaciones poblarla. Los humanos son poderosos y temibles y he aprendido mucho de ellos. Yo sí tengo movilidad, no que tú, que cargas con tu maldición de estar enraizada y permanecer aquí para siempre. Te piensas superior a nosotros; pero nunca será así, jamás podrás volar por los cielos, dominar los horizontes ni ver otras partes del mundo, aprender como nosotros ya que aunque por obra de hechicería tengas ojos, nariz y boca, eso los cuervos lo tenemos por nacimiento, ya por ende de existir, así que no creas que de tu destino te salvarás, ya sea de los cuervos, los cerdos o los bestiales humanos. No sirves más que para morir y de eso me encargo yo —dijo el cuervo una vez más, embriagado de soberbia.

Esta vez la calabaza sentía una gran seguridad, no temió  y siguió sonriendo:

—De tal destino no soy presa porque la vida se refleja en mi sonrisa. Soy digna de convertirme en aquello para lo que he nacido y no será morir bajo tus garras, ni el de ninguna de mis hermanas mientras yo esté presente. Ojalá la vida me concediera llegara a tener un poco más de gracia humana y crecer, aprender y proteger a mis iguales.

—Ten cuidado con lo que pides, calabacilla, que yo deseé lo mismo de los hombres y lo único que aprendí fueron rencores, odio y vanidades: ellos hacen guerras y exterminan lo que se les pone enfrente. Tú no eres nadie para tan siquiera soñar en llegar a ser como ellos, eso déjamelo a mí, el más grande de los cuervos, ¡y ahora muere! ¡Muere como la maldita calabacilla que eres! —graznó el cuervo con furia.

—La muerte helada nos ganará algún día, cuervo, pero aunque me mates ahora, a mí jamás me derrotó la vida —contestó la calabaza, serenamente.

La calabaza nunca dejó de sonreír y esa sonrisa extrajo la maldad de las nubes y apaciguó las tormentas, esa sonrisa concluyó en la máxima de “al mal tiempo buena cara”, que la vida es como un espejo y si sonríes y esperas con paciencia, algún día la existencia te devolverá la mirada.

Las nubes negras pasaron y un atardecer apacible llegó con la frescura que deja la lluvia. Los inquietos rayos del sol atravesaron lo que quedaba de nubes e iluminaron de una manera grandiosa a la calabaza. El cuervo, sin pensarlo, voló desesperado hacia la calabaza: no podía soportar verla sonreír, no podía permitir verla brillar en medio de tanta oscuridad… no era posible.

Cuando el cuervo estaba a punto de encajar su gran pico y destrozarla con sus garras se escuchó un cantar y Cuervanidad vio que los cuervos huían atemorizados, en desbandada, hacia el bosque para ocultarse: el terror de los cuervos había aparecido.

Cuervanidad volteó y vio que un Hombre se acercaba con un gran azadón, silbando una melodía tétrica y aparatosa; venía con el fuego con el que acostumbran vivir los humanos, una visión terrorífica a los ojos de las aves; sintió miedo, no lo podía creer, ¿cómo era que cada vez que se quería deshacer de la calabaza llegaba el humano y los espantaba? Tenía que escapar, el cuervo tampoco soportaba enfrentarse al poder de los hombres y una vez más batió las alas, miró a la calabaza con un odio desmedido y le graznó:

—Volveré por ti, no eres nada, no serás nadie. Ojalá y te lleven a los cerdos porque ser devorada por los cuervos ya es un lujo para ti —y huyó, volando lejos de ahí.

La calabaza no dejo de sonreír, se veía más contenta que nunca, aun sus enormes y bellas hermanas ya se veían marchitas y secas junto a ella. Calabacilla las miró y se compadeció de todas.

—Ánimo —les gritó—, los cuervos se han ido ya.

Pero ninguna la volteó a ver, ensombrecidos estaban sus espíritus y todas deseaban no ser calabazas: unas se odiaban a sí mismas, otras terminaron admirando a los cuervos que las atormentaban, otras simplemente perdieron la esperanza aceptando sus mediocres destinos.

La calabaza miró a Jack, una visión totalmente distinta a la que había tenido el cuervo se manifestó: el atardecer, con sus rayos rojos, iluminaba los cielos y pintaba las nubes de escarlata. Jack, el granjero, silbaba con armonía y felicidad, el azadón que traía era su herramienta para trabajar, limpiar las canaletas, sacar topos y gusanos que destruyen las siembras y por supuesto, arrancar de raíz las hierbas malas que quitan nutrientes y sofocan a las buenas. También traía unos costales y una lámpara de aceite. La calabaza se sentía confortada y feliz, esa visión le dio una tranquilidad y seguridad enorme: realmente admiraba a los humanos.

Jack se puso a trabajar, levantó a Calabacilla y la limpió nuevamente.

—Tu eres la elegida para ayudarme a que todas tus hermanas prevalezcan, me ayudarás cuidándolas de los cuervos por siempre, por eso te amo y sé que me servirás porque precisamente tienes el tamaño de una cabeza humana: te convertirás en la Calabaza Espantapájaros —dijo alegremente y sin dejar de silbar Jack el granjero.

Jack la cargó y se dirigió exactamente en medio de todo el huerto y del valle, ahí la puso y sacando sus cosas se puso a trabajar en su obra maestra. La calabaza no entendía el plan del buen hombre; pero confió y con toda disposición aceptó su destino alegremente, todo por ayudar a Jack y defender a sus hermanas: por fin se convertiría en la leyenda para que el cielo y la tierra la vieron nacer.

Al día siguiente el galló cantó y el sol se despertó enérgico del este, descubriendo poco a poco la gran obra maestra de Jack, que se erguía maravillosa y perfecta justo en medio del valle. Todas las ayoteras miraban con gran asombro a su hermana, no podían creer lo que veían, y no solamente las calabazas sino las hortalizas y verduras, desde los maizales hasta las papas, desde los rojos tomates hasta las dulces fresas, todos miraban con deslumbre y glorioso asombro que Calabacilla se había convertido en un fuerte hombre.

Nadie lo podía creer; no obstante todo el huerto la admiró. Todos quería ser como ella ya que estaba en el centro luciendo una cara con una bella sonrisa, un cuerpo de paja arropado por vestimenta de hombres, una camisa a cuadros negra con blanco y gris, unos pantalones de mezclilla cortos y de rojos tirantes, un gran sombrero de paja que le daba sombra y visión, cubriéndola de los penetrantes rayos del sol para poder cuidar y velar lo más lejos posible, y en su mano derecha cargaba un farol de aceite que sería prendido todas las noches para dar luz y calor; en la izquierda traía un gran azadón, semejando lo más posible a Jack, su artista creador.

La calabaza se sentía bien consigo misma, no sabía para qué estaba ahí; pero se sintió querida, admirada y respetada por todos y eso le gustó, sentía un gran amor por lo que era, un gran respeto por aquello en lo que se había convertido.

La tarde cayó y con ella los miedos de que los cuervos bajaran de nuevo de los bosques a arrasar las cosechas; por su parte Calabacilla se sentía preparada y digna de defender de los cuervos y cualquier ave al huerto y así fue, los cuervos al llegar en desbandada vieron que había un humano en medio del campo y desconfiaron. Tímidos y dudosos fueron con Cuervanidad, él les daría una respuesta ya que era el cuervo más grande y cruel de todos los tiempos: él sabría qué hacer para sortear a los humanos ya que conocía sus costumbres.

El cuervo sabía que los hombres no podían estar cuidando todo el tiempo y que tarde o temprano el granjero cedería al cansancio y se retiraría. Por lo pronto ni un solo cuervo bajó ya que el humano parecía estar decidido a permanecer todo el día ahí.

Los soles y las lunas pasaron y el humano no cedía al cansancio. Varios cuervos espías decían que se veía firme y determinado a defender sus tierras. Un gran conciliábulo de cuervos se concentró en el boque a la media noche. Cuervanidad había convocado a las aves más viejas y sabias ya que sus hermanos morían de hambre.

—Hemos venido hoy a pedir consejo a la experiencia ya que nuestra desesperación nos consume y el hombre del huerto no cede —dijo Cuervanidad al más viejo y sabio de los cuervos.

—Los humanos defienden lo suyo y es imposible desafiarlos, esto nos pasa por no tener prudencia y consumir más de lo necesario: por desbandadas bajamos del norte arrasando todo a nuestro camino sin respetar a los hombres y nuestro ciclo, obvio es que han tomado medidas drásticas contra nosotros —dijo el anciano.

—Pero no es algo que nos deba detener. A pesar de todo, no escogimos nuestra naturaleza: simplemente debemos imponernos sobre los huertos y valles, por sobre las legumbres que nos han de servir de alimento. Algo debemos hacer o moriremos de hambre —opinó otro cuervo.

—Yo te apoyo, hermano, morir de hambre no es lo que me intimida, es que perdamos respeto. Bien es sabido que somos superiormente inteligentes a cualquier criatura que habite este mundo. Por generaciones hemos llegado desde el norte y arrasado con lo que nos toca por destino. ¿Cómo es posible que ahora seamos el eslabón débil y lo que hemos hecho por siglos se rompa justo ahora? Yo creo que debemos desafiar a quienes se nos pongan enfrente, por nuestro futuro y nuestro bien. Opino que lleguemos y demos una buena arrasada como nunca se había hecho en muchos años, que los humanos se arrepientan de habernos desafiado. Mucho menos dejaremos que esas calabazas y maizales se rían de nosotros. Somos los señores de los cielos: creo que debemos dar una lección de hambruna y de sequía de tal magnitud que el mundo quede seco y desolado —graznó orgulloso Cuervanidad.

Todos los cuervos lo admiraban y graznando lo apoyaban, se desbordaban en pasión y orgullo, y estaban de acuerdo con él; sin embargo el cuervo más sabio y antiguo habló:

—Esto no se trata de respeto, debemos cumplir y respetar el ciclo que nos toca, este año nos hemos alimentado bastante, tanto que nos hemos dado el lujo de caer en la soberbia y en la glotonería. Debemos dar a cada cual su respeto incluyendo al tiempo: el invierno esta por caer y es preciso retirarnos a hibernar ya que los tiempos que vienen serán duros. Creer que podemos desafiar a los humanos me suena a chiste por que en los 400 años que tengo mirando y sobrevolando el mundo jamás he visto que los cuervos estén por encima de los hombres: no es nuestro destino, todo tiene un ciclo, sin los hombres no tendríamos siembras y si los dejáramos sin alimento morirían ellos y nosotros junto con ellos. No les podemos arrebatar todo lo que ellos crean, siembran y cosechan, tenemos que ser agradecidos con la vida y conformarnos con lo que nos toca.

El conciliábulo calló: un silencio se hizo en el bosque, los cuervos no podían creer lo que oían hasta que Cuervanidad habló:

—Me es difícil pensar que debemos subyugarnos a un ciclo. Antes de los humanos ya existíamos las aves del cielo y nunca se necesitaron para bien alimentarnos: deshagámonos de ellos.

Todos los cuervos aplaudieron y graznaron en apoyo

—Es verdad lo que dices, Cuervanidad —dijo, un poco cansado, el cuervo antiguo— antes de los hombres ya éramos y nunca los necesitamos, no hasta ahora que veo tanta gula y soberbia. Ojalá los humanos nunca nos hubieran enseñado eso y que nosotros nunca lo hubiésemos aprendido.

“Si no necesitamos de los humanos, ¿entonces para qué estar discutiendo con volver a lo de ellos? ¿Cómo es que antes no estaban y podíamos cosechar nuestros alimentos sin sus huertos?”

Los cuervos callaron nuevamente.

—Creo fue vana nuestra asistencia a este consejo: está más claro que la luna. Los hombres tienen debilidades y una de ellas es nuestra aliada: la oscuridad. Las sombras limitan su vista y con ellas viene el cansancio, así que propongo que vayamos a los valles durante las noches —graznó Cuervanidad, ya sin hacer caso de los cuervos antiguos, quienes estaban un poco tristes al contemplar tanta soberbia y egoísmo.

—Pero no debemos subestimar a los humanos: serán cortos de vista en la noche; pero su inteligencia los ayuda: tienen esas lámparas de aceite que nos ciegan y espantan y así pueden ver igual que si fuera de día —advirtió uno de los cuervos que apoyaban a Cuervanidad.

—Eso lo usaremos a nuestro favor, no me extraña que ustedes no tengan mi sagacidad, igual si los hombres salen de sus chozas con sus lámparas nos pondrán al tanto brillando en medio de la oscuridad y así sabremos su ubicación exacta para poder escapar: esto lo aprendí en los salones de guerra de los propios humanos —dijo soberbio Cuervanidad.

Todos los cuervos estallaron en desorbitados graznidos de victoria, se sintieron superiores, casi del tamaño del Universo. Ahora, con la noche de aliada, nada los podía detener. El cuervo antiguo se llenó de tristeza y dijo, con voz ronca y cascada:

—Si creen tener el poder para cambiar el destino yo no participaré, me voy al norte con quienes me quieran seguir y dejaré a los hombres con lo suyo.

Varios cuervos apoyaron al viejo sabio y confiaron en su prudencia; pero la mayoría siguió a  Cuervanidad: no estaban dispuestos a sentirse humillados dando espacio a la prudencia, ya sólo era esperar a que el día muriera y la noche ocultara sus negras intenciones.

A la media noche Cuervanidad graznó con todo el odio y fuerza que pudo. Los cuervos se reunieron, estaban dispuestos acabar con los huertos, a destrozar lo que se pusiera enfrente, estaban embriagados de soberbia, de poder, de los sarcasmos que cunden las almas hasta carcomerlas.

—Cuervos, los ciclos se cumplen; sin embargo somos casi como los humanos, estamos fuera de todo orden y por encima de todo respeto, es hora de volar para dominar los cielos, que nuestras plumas tapen las estrellas y nuestro paso ensombrezca la tierra. Afilen picos y garras que aquí nos coronamos de soberbia, de poder y sobre todo de entendimiento. ¡Muera la humildad! ¡Muera la bondad! ¡Muera el respeto! Estamos por encima de ellos, somos cuervos, somos negros, somos la oscuridad de las noches cuando el sol no brilla, sino los destellos de nuestras negras y brillantes alas —gritó Cuervanidad con fiereza.

Todos los demás cuervos graznaron y afilaron los picos entre las rocas, agudizaron las garras entre las ramas y voltearon engrandecidos a ver la luna. Todo les quedaba chico y a una voz levantaron el vuelo, a la luz del relámpago y a la voz del trueno.

La noche se ennegreció y un viento helado colmó las tierras: los cuervos bajaron furiosos en bandada, los graznidos invadían todos los rincones de los huertos, el temor de las frutas y legumbres casi las arrancaba de sus raíces para huir fuera del alcance de sus garras.

Una vez en tierra los cuervos huyeron despavoridos, el terror se les había devuelto: se estampaban unos con otros y graznaban arrepentidos, aleteaban con desesperación y perdían las plumas en su locura y pánico. Su furia se había ahogado con los relámpagos y las nobles gotas de lluvia que azotaban la noche.

Cuervanidad no lo podía creer, intento detener y devolver a los cuervos que huían aterrorizados; pero no lo consiguió. En su corazón brotó una soberbia y curiosidad enorme. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué había aterrado a los cuervos si la noche era su aliada? Los humanos temen a la oscuridad y no salen a bailar con ella. No entendía entonces que es lo que había provocado en los grandes cuervos ese terror. Su curiosidad fue más grande que su prudencia y decidió averiguarlo por sí mismo: nadie se burlaría de él.

Bajo las sombras de la noche voló silencioso, sus ojos se movían nerviosos, el brillo de la luna y de las estrellas era frio y se reflejaba opaco en su mirada. Presentía algo pero no se detuvo.

Descendió a los campos, donde la tierra era fría y las gotas de lluvia no cesaban. Todo era silencio, nada se oía, el cuervo no entendía lo que sucedía y miraba a todos los rincones; pero ningún eco respondía a su mirada, sólo el vacío, sólo el silencio y la soledad lo rodeaban; de pronto vio un inquietante destello que quebraba toda oscuridad y locura, incineraba toda niebla y diablura. El cuervo temió, se quedó dudoso, no se veía ya tanta maldad en su mirada.

Levantó el vuelo silencioso y quiso esconderse, escapar; pero un rayo cayó fuertísimo, azotó la tierra y mandó al cuervo a lo más profundo de la inconsciencia.

El cuervo se soñó entre calaveras y calabazas, tenía miedo y huía despavorido; pero las garras y carcajadas malditas que destrozaban tímpanos y volvían loco a cualquiera lo alcanzaban donde fuera. No tenía donde esconderse. Pensó que la maldad del mundo se había apoderado de su alma; pero era la suya propia, y así como un trueno lo había llevado a lo más negro de sus emociones y a lo más podrido de su corazón, otro trueno lo volvió en sí.

Despertó con la lluvia fría y recia en la cara, embarrado de lodo y con frío. Pensó que todo había sido un sueño. Quiso reír; pero no se sentía con fuerzas. Se levantó como pudo y se sintió solo.

Al mirar vio su sombra relumbrar y tiritar en los suelos y pensó que algo se estaba quemando. Acababa de despertar; pero su pesadilla apenas comenzaba. Volteó y el pánico inundo su corazón: no era posible lo que veía; pensó seguir alucinando, mas lo frío de la noche lo acabó de despertar: ahí, bajo la lluvia, a la débil luz de un candil estaba sonriendo la calabacilla, convertida en el terror de los cuervos, en el azote de todas las aves de rapiña: era un humano.

El cuervo no supo qué hacer, su miedo lo paralizó. ¿Cómo era que la calabacilla insignificante lo había logrado? ¿Cómo es que podía haberse convertido en uno de los amos de la tierra, en uno de los señores de todas las criaturas?

El cuervo temió a la calabaza: había obtenido ojos, boca y nariz, y ahora tenía cuerpo, brazos y piernas y vestía un sombrero al igual que los hombres que trabajan la tierra; pero eso no era todo, la calabacilla lo miraba sin miedo, sólo sonreía, sin piedad, lastimando todo orgullo, toda soberbia.

El cuervo jamás se sintió tan humillado y por el mismo temor se tendió en los suelos tragándose su lodo, sus inmundicias y miserias y muerto de temor pidió misericordia. Se sintió peor aún; pero no podía hacer otra cosa. Él vio a todos los cuervos huir y no le quedaba duda alguna del poder de la calabacilla: había espantado a toda la bandada de cuervos con su enorme poder, ni uno solo le había hecho frente. Seguramente todos huyeron al ver tal grandeza.

El cuervo no se quería mover hasta recibir misericordia de la calabacilla, estaba más solo que nunca, mas abatido; sin levantar la mirada escuchó que la calabacilla, sonriendo, dijo:

—Yo te perdono, cuervo, ve en paz y no sigas destruyendo. No vuelvas jamás, que ahora no soy Calabacilla sino el espantapájaros.

Un trueno sacó de sus casillas al cuervo, la paciencia se le reventó en locura y desesperación, sintió la mirada de la calabacilla; pero no soportaba un segundo más su sonrisa, y huyó despavorido por entre la tormenta, casi dejando sus negras plumas detrás.

Se volvió loco, nunca más quiso volver, ni siquiera mirar atrás… y el espantapájaros sonrió aún más y bendijo la lluvia eterna que limpiaba los huertos y la tierra de toda maldad e inmundicia. Sonrió y siguió sonriendo: al salir el sol y al morir rojo detrás de las montañas y al volver a dar paso a las estrellas.

Jack ganó el concurso de la mejor Calabaza ese otoño como muchos otros y Calabacilla, convertida en “el Espantapájaros”, ayudó a Jack para que la paz y la abundancia reinara en los huertos.

Los cuervos que habían seguido a Cuervanidad se habían arrepentido. Con el paso de los días contemplaron no sólo a un espantapájaros, sino a varios en cada huerto, cosa que los granjeros de Elen Luin hicieron bajo el consejo de Jack.

De Cuervanidad se cuenta lo que fue: su corazón jamás se arrepintió, vagó por mucho tiempo solo y desplumado, su deshonra no lo dejaba volver con los suyos. Se dice que tratando de entender lo que Calabacilla había logrado quiso hacer igual: siempre había deseado convertirse en un hombre y reinar por sobre todas las criaturas, mas nunca encontró el significado, nunca se fijó en la sonrisa y bondad, paciencia y virtud, sobre todo en la humildad de la calabacilla.

Pensó que esperar a que el destino y el tiempo lo coronaran sería la clave. Recordó que la calabacilla estaba echada en raíces y no se movía, y así hizo: buscó un gran roble y en una enorme rama se posó inerte a esperar; sus alas jamás volvieron a agitarse, su pico jamás se abrió, sus garras se aferraron a la rama y ahí se enraizó, cosa equivocada por ir en contra de su naturaleza, y bajo la lluvia, los inviernos y lo cruel e inmenso de los siglos se convirtió en piedra, piedra dura e inerte; no obstante su mente y su locura continúan: dicen que el cuervo, a pesar de que no se mueve aún mira, despavorido y lleno de desesperación, temeroso de que día Calabacilla llegue y se ría de él, como él mismo acostumbraba hacer, despiadadamente.

 

 

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