Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Armin, hijo de Segimer, hombre de guerra, señor de los queruscos. ¿A qué temer si, de todas formas, es una batalla perdida de antemano como lo es la vida? Sostén la espada, Armin, y enfrenta a los ejércitos de Roma. Aunque al final Germánico se alce con la Victoria, Germania es libre.
Ríos de sangre, alaridos de agonía componiendo las canciones que se cuentan al calor de la hoguera, en las largas noches del invierno.
En los bosques y en los pantanos de Teoutoburgo derrotarás a las legiones XVII, XVIII y XIX: nunca más el Imperio volverá a utilizar esos números malditos, nunca más sus fronteras volverán a extenderse más allá del Rin y del Danubio
Y con ojos desquiciados, desgarrándose las vestiduras y vertiendo ceniza sobre su cabeza habrá de lamentarse el emperador:.
—¡Varo! ¡Devuélveme a mis legiones!.
¡Que los dioses del norte te sonrían! ¡Que bebas la sangre de tus enemigos en sus cráneos!
Armin: aunque secuestren a tu amada Thusnelda y nunca veas a tu hijo Tumélico, quien morirá como gladiador en las purpúreas arenas de Roma, que tu hacha escriba con sangre y crujir de huesos las inmortales runas de una saga.
Y cuando la lanza traicionera por fin te alcance por la espalda, sonríe, Armin, y mira el rostro de las valquirias que vienen a por ti para llevarte a los amplios salones de Valhalla, techados con escudos, ante Wotan.