Por: Elko Omar Vázquez Erosa
Los órganos sexuales de San Juan Bautista volaron por los aires y fueron a caer, hechos pedazos, a los pies de Bruno y Nicolo quienes, horrorizados, sintieron cómo se les erizaba la piel ante tamaño crimen; la misma suerte habían corrido los genitales de San Pedro ante la furia del infame Daniel da Volterra, quien argumentaba que solo cumplía las órdenes del Santo Padre; en seguida el pintor dejó a un lado el martillo y el cincel y comenzó a aplicar una capa de yeso en el sitio donde Miguel Ángel había pintado los atributos naturales del profeta para dibujar en su lugar unas buenas bragas.
—Braghettone! —gritó alguien, de entre los curiosos— Diavolo maledetto! Figlio di puttana che ti a partorito!
Fue como si se le hubieran metido todos los diablos al maestro Volterra quien exigió, desde lo alto de los andamios, que los curiosos salieran de la Capilla Sixtina, así que sus ayudantes se apresuraron a expulsar, de malos modos, a la concurrencia.
—Braghettone! Figlio di cento genitori! Stronzo di merda! Braghettone! Braghettone! Braghettoooneee!
Las puertas de la Capilla Sixtina se cerraron y las personas, previamente expulsadas del recinto, comenzaron a dispersarse, excepto el furioso admirador de Miguel Ángel, quien continuaba escupiendo insultos, por lo que los aprendices de pintor, Bruno y Nicolo, decidieron evitarse problemas y dirigieron sus pasos hacia la taberna más cercana, donde ordenaron vino, queso y aceitunas.
Luego de tranquilizarse con varios tragos de vino Bruno comentó:
—¿Pero cómo se atreve el maestro Volterra a poner las manos sobre la obra de El Divino? A este paso no quedará un solo desnudo en Roma y todas las pinturas terminarán con calzones.
—Órdenes del Santo Padre —contestó Nicolo—. Y lo qué más le molesta a Volterra es que le digan braghettone[1]; sin lugar a dudas pasará a la historia con ese mote, opacando al resto de su obra.
—¿Pero quién le ha metido esa idea al papa?
—La historia —dijo Nicolo— es antigua. La animadversión hacia los desnudos comenzó durante el reinado del papa Pablo III, quien acudió con sus cardenales a admirar El Juicio Final. Entre sus acompañantes se encontraba su maestro de ceremonias, Biagio da Cesena, quien al ser preguntado por su opinión sobre la obra de Miguel Ángel se hizo de cruces, mientras exclamaba:
—Es un escándalo poner, en un lugar tan sagrado, tantas figuras que muestran, deshonestamente, sus vergüenzas. ¡Estas pinturas deberían estar en una hostería o en una casa de baños y no en la capilla del papa!
Bruno soltó una carcajada; Nicolo continuó su narración:
—Lo cierto es que al maestro Miguel Ángel, hombre de genio muy vivo e incluso despiadado con sus enemigos, no le sentó muy bien el comentario y poco después de que el papa y su comitiva se marchasen comenzó a dibujar a Minos en los infiernos, con orejas de burro, rodeado de diablos y una serpiente mordiéndole el pene, como sin duda pudiste apreciar en el mural: las facciones de Minos, trazadas de memoria, corresponden a Biagio da Cesena.
Nicolo rellenó su copa de vino y la vació de un trago, Bruno lo imitó; volvieron a llenar sus copas, cortaron un trozo de queso y comieron algunas aceitunas.
—¿Y se quedó tan contento el maestro de ceremonias del papa? —preguntó Bruno.
—La verdad es que no; en cuanto se enteró Biagio da Cesena, de natural sombrío y envidioso, como muchos de los que rodean a los grandes, corrió a acusar a Miguel Ángel ante el Santo Padre. Tras besar el anillo del papa Biagio se quejó:
—¡Su Santidad! ¡Ese pintor con cara de chivo me ha representado en los infiernos! ¡Desnudo! ¡Mostrando las vergüenzas, a las que muerde una serpiente!
El papa, quien era un viejo malicioso, apenas se podía aguantar la risa, y sentenció:
—Hijo mío, querido, ¡pluguiese al cielo que el pintor te hubiera colocado en el purgatorio, hasta donde llega mi poder!; pero me es imposible sacarte del infierno: no hay redención para ti.
Y ahí se quedó, para su eterna vergüenza.
[1] El hacedor de bragas o el pinta calzones.