Una mañana en México

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

La mayoría de los policías son unos empleaduchos de clase media baja a los que se les ha dado demasiada carne para el asador.

Charles Bukowski

Toda la culpa es de Carlitros: de no haberlo encontrado por la avenida 20 de Noviembre Gutierritos seguiría vivo; me explico:

Era una mañana fresca, risueña y linda como una flor, una de esas mañanas en las que se antoja ir al cementerio de Dolores a tomarle fotos a las tumbas y a escribir poesía, así que acudí a dicho sitio con una maletita en la que llevaba una botella de whisky y varios paquetes de cigarrillos, además del equipo fotográfico y, por supuesto, una libretita y una pluma.

De una vez visitaría al abuelo, ¿qué esperaban? ¿Qué iban a enterrar al abuelo en uno de los cementerios municipales para que su fantasma terminara comentando el clima con espectros de clase media baja? ¡Claro que no! El abuelo, como todo terrateniente que se precie, antes muerto que perder el estilo, así que lo habían destinado al camposanto más elegante de Chihuahua, con sepulcros artísticos, decimonónicos, árboles y toda la cosa.

Lo malo es que no estaba el vigilante de siempre, sino un tipo con cara de erótico anal que me cayó mal y al parecer el sentimiento fue mutuo; sin hacerle demasiado caso presenté mis respetos al abuelo y, posteriormente, estuve vagando por las tumbas y dándole a la botella.

Apenas llevaba la mitad del whisky cuando dos policías, indios de a madre, se dirigieron a mi persona (al parecer el guardia me había visto con la botella) y me invitaron a que los acompañara a su patrulla porque, según afirmaban, yo estaba faltando al bando de policía y buen gobierno y bla, bla, bla y más bla, bla, bla: ahora resulta que los poetas no pueden inspirarse en los cementerios.

—Oficial —le dije al más gordo. Generalmente los policías vienen en pareja, uno gordo de tantos tacos y burritos que traga en los puestos callejeros, y uno flaco que siempre se quiere hacer el chistoso—; pero si no hay nadie en el cementerio y yo estoy tomando fotografías y escribiendo, pacíficamente, sin molestar a nadie. En la maletita traigo dos ejemplares de mi poemario Cantos de vampiros, con fotos bien guay de Minerva Correa y de este hermoso cementerio, que les obsequiaré con mucho gusto si me dejan seguir escribiendo.

—¿Está usted tratando de sobornarnos? —dijo el flaco chistosín chistosón—. ¿Y con poesía?

—No traigo dinero; sólo para otra botella de whisky que planeo beber más tarde.

—Y descarado, además —apuntó la marrana de bigotito.

—Pero la poesía es como que para maricones, ¿no? —continuó el espagueti con pelos de puerco espín y nariz chata, de cerdo, que le hubiera ido mejor a su compañero si yo hubiera escrito el guión; pero como lo hizo Dios, un artista muy poco sutil, pues el que tenía nariz porcina era el flaco y el que tenía nariz recta era el gordo.

—Me estará usted confundiendo con su padre.

—Jálale, pendejo, que te vamos a llevar a la comandancia —gruñó el panzón con una vocecilla que intentaba denotar alguna autoridad.

—¡Ay, ay! Ustedes son unos saca borrachos que nunca están cuando se les necesita; una vez que estábamos bebiendo por los alrededores de mi casa, que se encuentra en los suburbios, no como las casas de interés social en las que viven ustedes, llegaron un montón de policías que nos corrieron de nuestra ataraxia puesto que se estaban escondiendo, los muy cobardes, de una matanza que acababa de ocurrir en la gasolinera: estaban haciendo tiempo, con sus metralletas y con los calzones cagados, porque sabían que los asesinos iban a dar otra vuelta: ni siquiera nos quitaron la cerveza.

El policía canijo me soltó una bofetada que casi me arranca la cabeza; mientras recogía mis lentes, que milagrosamente no habían sufrido daño. Le dije:

—Hijo de tu reputa madre, ¿qué crees que soy un cholo para que me trates así? Me vuelves a tocar y te va a cargar la chingada con los medios de comunicación, de por sí.

—Ustedes los periodistas me caen en los huevos.

—No soy periodista, pendejo.

—Pero si salías en la tele: “informó para Notivisa, Elko Vázquez”.

—Salía, en tiempo pasado, de ya no.

Al flaco puñetero le dio mucha rabia e hizo ademán de volver a golpearme, amparado por su placa y su pistola: a saber si el parque viejo que le dan a esos cabrones todavía era funcional.

—¡Pareja! —intervino el panzón— ¡Calmado! ¿O quieres que nos chingue este pendejo burguesito?

El flaco se calmó, me colocó las manos a la altura de donde la espalda pierde su nombre, y me esposó.

—¡Ay! No mames, hasta esposado, ni siquiera me defendí con tu cachetada de nena. 200 años atrás y te estaría dando de latigazos.

Me empujó al interior de la patrulla y, clásico, me estampó la cabeza con el filo de la entrada.

—¡Uy! ¡Te pegaste! Perdona… fue un accidente.

—¡Pareja! —dijo el gordo.

La patrulla comenzó a avanzar en dirección a la Comandancia Zona Sur: ¡a la Comandancia Zona Sur! ¡Ufa! Ni siquiera tenía el beneficio de ir a la del norte, como corresponde a los malandros de mi categoría.

Como ya estaba cabreado procedí a abrir mi impenitente hocico:

—Ustedes, los polis, son unos mamones: únicamente me cae bien el Meny, el policía filósofo, que una vez me quitó de encima a un enfermo mental, agente de tránsito, que también me golpeó: por supuesto que no me defendí porque eso es una estupidez: siempre están amparados por su placa; en otras condiciones el resultado sería muy diferente, por ejemplo en despoblado.

—Meny me cae en los huevos —dijo el flaco de nariz porcina.

—También me agrada el comandante Balderas, ese tío que se parecía tanto a George Reeves, el superman de los años 50. El tipo, que es bien histriónico y siempre resuelve los problemas con un toque teatral, sí que sabe utilizar una motocicleta: ¿sabían que su papá también fue motociclista y hasta salió en una película de Pedro Infante?

—Ese buey también me cae en los huevos. Todos los policías que tienen relación con la prensa me caen en los huevos.

—Ah…

—Pues ah…

—“Óilo” —dijo el panzón.

—“Óilo» —dijo el flaco.

El teléfono del panzón comenzó a sonar; pero como no tenía ya mucha batería se quedó muerto.

—En cierta célebre ocasión —comencé a narrar, con esa voce calda e sensuale que siempre me ha caracterizado; pero el teléfono del flaco con cara de marrano timbró y el muy majadero, bien feo, me espetó:

—¡Cállate, baboso!

Así que me callé.

—¿Bueno?.. Sí, él habla… sí… sí señor… sí… sí… vamos para allá…

—¿Quién era?

—Iracheta, que pasemos por el dinero.

El panzón le echó una mirada horrible al policía canijo, quien trató de componer el asunto.

—El dinero de la multa.

—Sí, el dinero de la multa, claro, evidente —dije yo.

—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Me enfermas, pinche burguesito!

El caso es que ese trasto se dirigió a una de esas colonias, bien culeras, que están por la zona militar. La patrulla se detuvo frente a un edificio de dos plantas, más feo que los dos policías, que por cierto semejaban a un ajolote, y ellos desaparecieron en la entrada del piso superior.

Pasaron los minutos, luego se escucharon varios disparos, gritos y majaderías (que no reproduzco aquí para no herir la sensibilidad de los lectores), y como en esas películas gringas de pronto, ¡oh, Dios! (Apolo, por supuesto) el ventanal de la segunda planta reventó, bañando de cristales rotos el automóvil, y en seguida una señora gorda, con todo y silla de ruedas, se estampó en el cofre.

La silla de ruedas cayó hacia el frente del coche y la señora, quien parecía una de esas mujeres que planchan y lavan ropa ajena, puso una cara de asombro, bien chistosa, antes de reventar como un huevo, en la acera.

En seguida se abrió la puerta y el policía gordo comenzó a bajar las escaleras. Un mara, todo tatuado, salió con una escopeta y gritó:

—¡Gutiérrez!

El mara le disparó a la espalda al panzón.

El panzón se volvió: si no estuviera tan feo la escena podría haber sido épica: lo cierto es que sacó su revólver y le metió tres plomazos en la cara al mara produciendo, además, esta horrible rima involuntaria; inmediatamente después cayó por las escaleras y su radio se hizo pedazos.

Debo decir que detesto a los maras, esos pinches cholos, todos tatuados, que fastidian en los camiones, casi tan horribles como los fanáticos musulmanes que gritan quesque Alá Akbar y no sé qué tantas mamadas.

El gordo abrió la puerta, sacó las llaves y abrió mis esposas —me dejó todo embarrado de sangre— y me dijo:

—¡Elko! ¡Tú eres un buen ciudadano! ¡Tienes que hacer lo correcto y conducir hacia la Comandancia de Policía, Zona Sur.

—Afortunadamente ese cabrón te disparó en la espalda: si hubiera sido en el vientre la patrulla olería a mierda, y con los tacos que se tragan ustedes, y con la cerveza barata…

—¡Cállate! ¡Conduce!

Obedecí y me pasé al sitio del conductor.

—¡No mames! ¿De veras te apellidas Gutiérrez? Pinche Gutierritos.

—¡Cállate!

Me dirigí, por toda la 20 de Noviembre, hacia la Comandancia Zona Sur; pero en el camino estaba Carlitros, bien sonriente y con un paquete de 24 cervezas en la mano. Carlitros me silbó e hizo que detuviera la patrulla:

—Fuck! ¡Qué suerte! ¡Dale a la presa!

—El marrano éste se está muriendo y quiere que lo lleve a la Comandancia Zona Sur: le dispararon unos maras.

—¿Y tú lo vas a llevar? No seas imbécil, que te van a echar la culpa: dale para la presa.

Carlitros encendió un cigarrillo, abrió una cerveza que hizo: ¡plish!, y me la ofreció; luego abrió otra para sí.

El gordo de atrás algo murmuraba acerca de las virtudes cívicas —no sabía que a los poetas nos corrieron de las ciudades, si bien de mejores sitios nos han corrido—. La mañana era lluviosa, ya les dije, y olía a tierra mojada, a musgo, a mujeres hermosas que habían nacido con la lluvia de abril.

—¿Ya viste el último capítulo de Resident Evil? —preguntó.

—¡Demonios! Sí que lo he visto. Milla Jovovich se veía espectacular, y eso que está bien flaca.

—A mí me gusta mucho Ali Larter, la rubia que se parece tanto a tu ex novia, Mónica Torres Knight. Oye, ¿todas las rubias tienen esos dientes enormes?

—¡Cállate, baboso!

Llegamos a la presa, el aire rizaba la superficie del agua y, por fortuna, no se encontraban a la vista esos nacos que llegan con sus camionetas, con su música vernácula a todo volumen.

—Salú —dijo Carlitros.

—Salú —dijo el Ratón Malvado.

Encendimos sendos cigarrillos y nos pusimos a meditar.

El tío de atrás, algo murmuraba.

—¿Leíste el libro que te recomendé, el de Jesús Chávez Marín? —pregunté.

Que nuestros minutos estén contados citó de memoria—: Que los poetas, antes de morir llenos de vida, canten y cuenten las historias de nuestra vida en común. Que las ciudades encuentren espejos en las miradas de los fotógrafos, que el ritmo suene en las esquinas y haya jóvenes rebeldes pintando las paredes. Que los novelistas se emborrachen en un baile de barriada y a la mañana siguiente salgan a pasear con una dama linda que haya decidido vivir una amorosa aventura esa tarde. Que los filósofos abran las puertas de los manicomios y el trabajo sea fecundo y luminoso en la ciudad como en el campo lo ha sido desde tiempos antiguos.

—Bello —dije.

—Sipi —dijo.

—Oye —interrumpió el poli, quien acababa de despertar de su fiebre pre mortem—: ¿estás loco? Llevas todo el tiempo hablando solo.

—¿Escuchaste? Este cabrón dice que eres nadie —le comenté a Carlitros.

—No le hagas caso —respondió Carlitros—: esos cabrones “policletos” son unos pinches envidiosos: se casan con puras viejas feas y, si de casualidad conquistan a una mujer hermosa, ellas los fastidian con su ignorancia y sus gritos de pájaro desharrapado.

—¡Esto te va a costar! —dijo el poligordo.

Seguimos bebiendo hasta que se acabaron las cervezas; todavía me quedaban algunos cigarrillos.

—Creo que le voy a hablar al Chumba —le dije a Carlitros—, para que venga por mí.

—Márcale.

Y le marqué a Chumba, quien estaba muy ocupado, así que me mandó a unas putas, que con ayuda de su novia regenteaba por aquel entonces; incidentalmente, tenían una botella de tequila que rodaba por el piso del automóvil; también traían un montón de cigarrillos: lo pasamos a toda madre.

 

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