Los visitantes de Marruecos

Por: Maribel R. y Elko Omar Vázquez Erosa

los visitantes de Marruecos

I

En los últimos meses de curso, justo antes del verano, se anunció que llegaría al colegio una pareja de niños de Marruecos que pasaría el último mes en casa de uno de los alumnos elegidos a sorteo.

—Oye, Pedro, ¿y si nos toca a nosotros?

Pedro quedó petrificado y con los ojos en blanco. Había oído hablar de tantas cosas y costumbres de ese país que no le apetecía para nada pasar una sola noche con ellos.

—Ni hablar, no puede ser, luego nos tocará a nosotros ir ahí: ¡No quiero! ¡Uf, Isabel! ¡Ese país está endemoniado! No saben jugar, no saben reír, siempre con caras serias y no tienen una pinche idea de lo que dicen.

—Bueno, no te preocupes, algo se nos ocurrirá para que no nos toque —dijo Isabel, pero algo tramaba.

Esa misma tarde se acordó la reunión para que el alumnado procediera a concurso. Pedro se colocó al final de la fila para no ser visto; Isabel, cómo no, la primera y con ansias de empezar.

La urna estaba rebosando de papeletas con los nombres de los alumnos marroquíes. El director sacó la papeleta, donde leyó:

—Los hermanos Jalila y Taleb Alaluf Gafar compartirán clase y hogar durante un mes con los agraciados que salgan elegidos de esta aula.

—¡Dios! ¡Qué nombres! ¡Se me eriza el pelo de sólo oírlos! —dijo entre dientes Pedro en un rincón del aula.

El director se apresuró a terminar la primera fase del dichoso concurso y llamó a un voluntario para extraer la próxima papeleta, que determinaría quiénes serían los afortunados en compartir sus vivencias con esos niños.

¡Cómo no! La voluntaria sería Isabel quien, muy decidida y sin esperar, metió su mano inquieta en la urna y sacó un papelito bastante arrugado. A saber quién había arrugado tanto ese papel… al abrirlo Isabel lo comprendió todo: ¡el elegido era Pedro!

Nada más pronunciaron su nombre resonaron en la cabeza de Pedro como mil campanas trepidantes que lo dejaron sordo y confuso: sudaba a mares. ¡No quería! ¡No creía que estuviera pasando!

Isabel saltaba de alegría porque podría compartirlo todo con ellos ya que Pedro estaba viviendo en su casa.

—¡Pedro! ¡Pedro! ¡Qué alegría!

Pero él estaba pálido:

—¿Alegría? ¡Uf! ¡Ya verás qué alegría sentirás cuando los veas!

II

El día señalado Pedro e Isabel, acompañados por el tío Miguel, esperaban en el aeropuerto a Jalila y Taleb, quienes poco después descendieron del avión. Contra lo que esperaba Isabel sintió una inmediata antipatía al ver que se acercaba Jalila, cosa que no le ocurrió a Pedro, quien tenía la boca abierta.

Jalila lucía una chilaba rosa con intrincados arabescos dorados que contrastaban con la camiseta blanca de Isabel, estampada con una imagen del grupo “Mecano”, y con sus pantaloncillos cortos, fabricados a partir de unos viejos jeans. Además Jalila tenía unos cabellos negros, larguísimos, que enmarcaban su rostro de tez apiñonada, también en contraste con los cortos de Isabel que, sobresaliendo de una gorra con la visera hacia atrás, enmarcaban su pálida carita.

Jalila se acercó a Isabel y con una expresión que a ésta le pareció muy autosuficiente, le alargó la mano para estrechársela, mientras decía:

—Salam Aleikum.

En seguida Jalila se llevó la mano al pecho (cosa que Isabel imitó) y luego le plantó un beso en cada mejilla. Pedro los miraba embobado, pero ya se acercaba Taleb, quien llevaba una chilaba blanca, con ribetes plateados. El marroquí le estrechó la mano y dijo:

—Salam Aleikum.

Pedro le soltó:

—Si se te ocurre darme de besos te parto la madre.

Pero el niño marroquí se limitó a llevarse la mano al pecho.

III

De camino a casa Pedro no se despegaba de la ventanilla, estaba deseoso de llegar y encerrarse en su cuarto con sus tebeos. Por su parte Isabel no dejaba de admirar a Jalila y a su traje tan hermoso y brillante. Jalila sonreía, pero Taleb estaba muy serio por la actitud de Pedro.

Las habitaciones estaban listas nada más llegar y como tenían literas la madre de Isabel decidió que era mejor que las chicas durmieran juntas en una y los chicos en otra.

—¡Dios! ¡No puede ser! Por fa, Isabel, déjame dormir en tu cuarto! —soltó Pedro con un hilo de voz pues no quería que lo oyeran tan acobardado.

—Lo siento, Pedro, las chicas deben dormir con las chicas, además casi la tengo convencida para que me cambie su hermoso vestido por mis vaqueros rotos último furor.

Jalila intentaba pronunciar algunas de las pocas palabras que le habían enseñado en español:

—Todo aquí bien. Gracias, Isabel.

Isabel se emocionaba; pero no tenía ni idea de árabe, así que sonreía y le hablaba despacito.

—Tu vestido muy bonito, te cambio por jeans buenos —y le hacía gestos con las manos, los ojos y todo lo que pudiera asombrar y convencer a Jalila.

Igual se encontraba Taleb, que también sabía algo de español, aunque dudaba si decirle algo a Pedro.

Por su parte Pedro intentaba sonreírle cada vez que se cruzaba con él y siempre con la mano en el pecho; pero en su cabeza bailaba un sinfín de calificativos que según él eran propios para esa gente endemoniada, excepto Jalila.

Además el chico era un presumido y se pavoneaba con esa chilaba, pensó Pedro, quien suspiraba por su traje de charro, que había dejado en la casa de la tía Lupe.

El problema más gordo sería a la hora de compartir baño. Uf, según Pedro ellos ni sabían lo que era.

—¡La que se va a armar! —decía Pedro en voz baja.

Ya era hora de la cena y Miguel, que era un excelente cocinero, les había preparado un buen festín: rollitos de ternera con queso, pasas y champiñones acompañados del famoso cuscús, también pensado para ellos.

—¡Lávense las manos, niños! —dijo el tío Miguel e Isabel se adelantó al bañito que se encontraba cerca del comedor; tocó el turno a Jalila, a quien Pedro no le quitaba los ojos de encima: lo que más le llamaba la atención eran sus largos, negros y sedosos cabellos.

Taleb notó la expresión absorta de Pedro y como celaba mucho a su hermana comenzó a planear su venganza y corrió a buscar algo en su equipaje.

Taleb pasó a lavarse las manos y cuando tocó el turno a Pedro Taleb encendió un petardo que arrojó al baño, provocando que Pedro pegara tamaño brinco que arrancó las carcajadas de todos, incluyendo al tío Miguel, quien rodó en el piso agarrándose el vientre y riendo hasta las lágrimas.

Pedro estaba rojo como una manzana, pero supo disimular bien e hizo como que la broma le divertía.

Pedro quedó alucinado y con la boca abierta al ver cómo ellos comían directamente de la fuente y con las manos.

—¡Buaj! ¡Mamá! ¡Ya no quiero comer!

—¡Cállate, Pedro!

Isabel sonreía entusiasmada e hizo lo mismo que ellos, sólo que con la mano izquierdo, a lo que los niños dejaron de comer repentinamente y se enfadaron.

—¿Qué? ¿Qué ocurre? —dijo Isabel asustada; en cambio a Pedro le dio risa porque se imaginaba el motivo, que no era otro que el hecho de que los musulmanes destinan el uso de la mano izquierda para algunas operaciones de higiene personal.

IV

Al concluir la cena la madre de Pedro anunció:

—Niños, espero que les guste el dulce de aguacate, tradicional en México, que Pedro hará el favor de servir.

Pedro se levantó con una amplia sonrisa y poco después comenzó a servir platos llenos de una especie de pasta verde con trocitos de cereza en almíbar.

Se escuchaban entusiastas alabanzas al dulce:

—Nunca me imaginé que se pudiera hacer dulce de aguacate —comentó el tío Miguel—. Es sencillamente delicioso.

—¿Verdad que sí? —comentó la mamá de Pedro.

—La última vez que Carmen y yo estuvimos en México comimos dulces muy exóticos, Miguel. Figúrate que hay unos limones rellenos de coco rallado que, gracias a un proceso de caramelización, o qué sé yo, se comen con todo y cáscara.

Los ojos de Taleb, quien al parecer se encontraba con mucho calor, comenzaron a lagrimear.

—¿Con todo y cáscara, dices? —continuó el tío Miguel. Taleb se veía cada vez más incómodo mientras Pedro sonreía con malicia.

—Sí, pero los dulces que más me gustaron…

De pronto Taleb, quien sudaba como un condenado, se levantó y corrió hacia la cocina, pegando de alaridos.

Taleb abrió el frigorífico y se apoderó de una jarra de agua helada, que se bebió toda mientras el líquido le corría por las comisuras de los labios y empapaba su hermosa chilaba.

—¡Pedro! ¿Qué le pusiste al dulce de Taleb? —preguntó Carmen, alarmada. Pedro ensayó su expresión de inocencia dolorida, la “cara de San Sebastián”, como la llamaba Isabel, y dijo:

—Se acabaron las cerezas del plato de vidrio y tomé algunas del plato verde.

—¡Válgame Dios, Pedro! ¿Pero en qué estabas pensando, hijo? ¡Eso no es cereza, sino trozos de chile habanero! ¡Pobre muchacho!

Taleb brincaba como un potro castrado; Isabel miraba a Pedro divertida.

—Un poco de chile habanero no le hace mal a nadie —dijo Pedro y siguió comiendo su dulce de aguacate.

Una vez pasada la crisis los chicos procedieron al tradicional intercambio de regalos y Jalila le obsequió una chilaba idéntica a la que vestía a Isabel y una lámpara, como esas de Aladino, a Pedro; por su parte Taleb le regaló a Pedro una chilaba como la que usaba y un pectoral a Isabel.

Isabel estaba muy contenta y procedió a obsequiar a Jalila con un traje típico gallego y a Taleb con un reloj de oro.

A su vez Pedro le regaló a Taleb una navaja con mango de plata de Taxco y a Jalila unos pendientes y un collar del mismo metal, en un estilo prehispánico.

Jalila estaba muy contenta y Pedro, emocionado, corrió a su cuarto y sacó su Makech, un escarabajo yucateco que se alimenta de madera podrida, se adorna con piedras de fantasía y que, sujeto con una cadenilla y un prendedor, sirve como joya viva.

Fue el peor error que pudo cometer Pedro ya que en varias ocasiones Isabel le había pedido que se lo regalara y él se había negado.

Jalila estaba emocionada y estuvo hablando con Pedro, quien la invitó a un pic-nic al día siguiente.

Isabel estaba furiosa.

V

A la mañana siguiente Isabel escuchó desde su ventana, mientras Jalila tomaba una ducha, unos pasos en el jardín. Isabel se asomó y vio que Pedro sacaba un enorme tapete decorado con motivos de fantasía.

Isabel se puso unos jeans, una camiseta y siguió a Pedro hasta un claro, donde el niño mexicano extendió el tapete, para luego correr apresurado, seguramente por otros elementos para su proyectado pic-nic.

—¿Con que esas tenemos? —murmuró Isabel.

A medio día Pedro se apresuró muy contento a llevar la comida que recién sacaba de la olla especial de la mamá de Isabel y la dispuso en el tapete pic-nic que tenía preparado para Jalila a quien luego de llamar le vendó los ojos y le dijo que tenía una sorpresa (y es que Pedro no sabía cómo impresionar).

—¡Oh, Pedro! ¡Qué bonito! ¡Comida en el campo! Vamos a llamar a Isabel y a Taleb —dijo emocionada ella.

—¡Nooo! Es sólo para dos; además es una alfombra especial, ya lo verás.

Se sentaron los dos muy contentos y dispuestos a saborear la comida cuando a lo lejos Pedro vio como ponían un viejo tractor color verde, marca Jhon Deer, propiedad de don Julio, el vecino, y se sonrió para sus adentros. Empezaron a moverse lentamente y Jalila se quedó asombrada mientras Pedro, lleno de alegría por funcionar el truco, le dio la mano a Jalila lleno de ternura y le dijo:

—Te lo dije, es mágica y nos va a hacer volar.

Mientras, Isabel, que los vio desde el cobertizo con los ojos muy chiquitos le dijo a Taleb:

—Oye, Taleb, tengo una idea.

Y empezó a explicarle con señas y gestos para que el guapo moro la ayudara.

Jalila y Pedro se reían y ya se imaginaban volando los cielos cuando de repente aterrizaron en un charco lleno de cerditos refrescándose.

—¡Oh, no, Pedro!

Jalila, que estaba mojada y sucia hasta la coronilla se enfadó con Pedro.

Isabel y Taleb se escondieron, pero no podían evitar sus risotadas, que se tapaban con las manos mientras Pedro se quedó derrotado en el charco y lleno de furia.

—Alguien llenó este agujero de agua y liberó a los cerdos del cobertizo. ¡Rrrgggrrr! —Se dijo para sí pues Jalila se había marchado muy enojada.

—¡Corre, Taleb, para que no nos vean!

Taleb se moría de risa: le había hecho mucha gracia la broma de Isabel y ya empezaba a hacer buenas migas con ella. El resultado bue una buena bronca con sus madres, y es que habían destrozado parte de la vajilla más cara que tenían y dejado el tapete inservible; además alguien debía confesar la liberación de los cerdos.

Esa noche Jalila, Isabel, Taleb y Pedro no pronunciaron ni una palabra y ni siquiera se miraban: había un cierto ambiente pesado entre ellos; se les notaba que el asunto no quedaría así.

VI

Cuando Isabel, Pedro y sus invitados llegaron al colegio la primera clase que tuvieron fue con el “profe de químicas”, doctor Ernesto Pedroza, quien luego de darles la bienvenida sacó una petaquita del bolsillo interior de su saco y tras darle un trago profundo y largo se quedó dormido en el escritorio, resoplando, mientras el peluquín le colgaba del cráneo apenas sostenida por una cinta adhesiva.

Los aristocráticos y rubios Gregorio Alejandro y Mariela Fernanda de Sampedro se acercaron a Isabel:

—¿Estos son los alumnos que vienen de Morolandia?

—Dirás de Marruecos —contestó Isabel, muy enojada.

—Perdón, ha sido una broma de mal gusto —dijo Gregorio Fernando.

—Mucho gusto —continuó Mariela Fernanda—. Bienvenidos al colegio.

Y le extendió la mano a Jalila y Taleb.

—Estamos muy contentos con este programa de intercambio cultural y les tenemos un regalo —agregó Gregorio Alejandro y sacó de su mochila cuatro cajitas bellamente envueltas en un papel brillante, adornadas con moños y cintas. Pedro e Isabel recordaron algunas diabluras que habían perpetrado contra los hermanos Sampedro y se sintieron apenados; pero aceptaron los regalos, que resultaron ser unos hermosos frascos de perfume, cada uno de ellos con su bomba de goma.

—Les habrá salido carísimo —exclamó Isabel, muy emocionada, y abrazó a Mariela Fernanda.

—¿Para qué están los amigos?

—Bueno, tengo que ir con el director —anunció Gregorio.

—Te acompaño —intervino Mariela y ambos hermanos salieron del salón, apresuradamente.

Isabel, Pedro, Jalila y Taleb procedieron a rociarse del perfume, que inmediatamente hizo abrir los ojos desmesuradamente al doctor Ernesto Pedroza, quien sentía que se ahogaba:

—¡Dios! —exclamaba el doctor—. ¡Se escapó una mofeta del zoológico escolar!

VII

Isabel y Pedro se abrazaron: ¡llevaban tanto tiempo distanciados! ¡Les parecía que hubieran transcurrido siglos!

Sus mamás les habían obligado a tomar un baño con vinagre, agua con bicarbonato de sodio y una serie de menjurjes para quitarles el olor de zorrillo que les impregnaba toda la piel; pero como la pestilencia no terminaba por ceder los mandaron junto con Jalila y Taleb a la casita del árbol que había construido el tío Miguel, donde pasarían la noche.

—Reconozco que me he portado mal contigo, Taleb —dijo Pedro, apenado.

—Bueno, yo no he sido un santo —reconoció Taleb y ambos se estrecharon las manos.

—Jalila, yo tampoco he sido buena anfitriona contigo —se disculpó Isabel.

—Lo cierto es que hemos estado peleando por tonterías —afirmó Jalila y ambas chicas se abrazaron. De pronto la trampilla de la casita del árbol se abrió y dio paso a la cabeza del tío Miguel, quien usaba un tapabocas. El tío Miguel exclamó:

—¡Aja-já! ¿Con que esas tenemos? Finalmente se dan cuenta de que han estado compitiendo entre sí, cosa que aprovecharon los hermanos Sampedro para burlarse de ustedes.

—Se han reído de lo lindo de nosotros —se quejó Isabel.

El tío Miguel sacó una bolsa que contenía hamburguesas y refrescos, que los niños devoraron con avidez.

—Cuando Edward Teach, mejor conocido como Barbanegra —dijo el tío Miguel hipnotizando a su infantil auditorio ante la mención del afamado pirata—, se vio acosado por sus enemigos decidió dejar su barco, el Queen Anne´s Revenge, y fingir que se establecía como colono en Carolina del Norte, donde se encontró con su camarada, el pirata Charles Vane.

Ambos corrieron una juerga legendaria y, bueno, eso fue antes de que Charles fuera capturado y lo ahorcaran… lo cierto es que antes de morir Edward Teach decidió dar batalla y se enfrentó al teniente Robert Maynard; pero mucho antes se ponía mechas de cañón en las barbas para atemorizar a sus enemigos y… bueno, lo que quiero decir es que no hay que darse por vencidos. Ustedes deben utilizar todos sus recursos para tenderles una trampa a los Sampedro, que no son más que unos niños mimados que carecen del ingenio que a ustedes les sobra.

—El tío Miguel tiene razón —dijo Pedro—. ¡Cómo me gustaría que los hermanos Sampedro se llenaran de piojos y tuvieran que raparlos!

La carita de Isabel se iluminó con una sonrisa diabólica y exclamó:

—¡Tengo una idea!

—¡Ése es el espíritu! Me gustaría quedarme en este aromático y agradable conciliábulo, pero debo retirarme. Pedro, me voy a llevar los tebeos del Hombre Araña, mañana te los devuelvo —dijo el tío Miguel, tomó las historietas y desapareció bajo la trampilla. Al parecer dio un paso en falso, ya que se escuchó un fuerte golpe y unas maldiciones como únicamente los marineros saben proferir; pero los niños ya no le prestaron atención y escucharon atentamente a Isabel:

—El plan es éste…

VIII

—¡Mofetas! ¡Mofetas! ¡Mofetas! —estuvieron gritando los Sampedro a Isabel, Jalila, Pedro y Taleb, quienes hacían como que no se enteraban, lo que irritaba más a los rubios gemelos.

A la hora del recreo Isabel y Pedro convocaron a sus fans para un acto de magia que realizarían sus amigos de Marruecos quienes, según ellos, poseían extraños poderes nigrománticos que habían heredado de un antiguo sultán, del que descendían.

Hubo varios actos mágicos, entre ellos el de Taleb tocando una flauta para encantar a una serpiente; pero los Sampedro descubrieron todo el asunto diciendo que se trataba de un ofidio artesanal y articulado, de procedencia mexicana, que simulaba ondulaciones y que era jalado con un delgado hilo por Pedro, ese Panchito insufrible.

—¡Está bien! ¡Está bien! —gritó Isabel a los fans, mientras se retiraban—. Era un truco para entretenerlos en lo que preparábamos nuestro acto de magia máximo. Ahora procederemos a amarrar a Jalila y a Taleb a un árbol con fuertes nudos.

Los Sampedro sonreían, socarronamente.

Jalila y Taleb se colocaron de espaldas mientras Pedro los ataba con una larga cuerda. Ocasionalmente Isabel, luego de consultar una hoja de papel, le daba indicaciones al oído a Pedro.

—¡Miren! —anunció Pedro—. ¡Contemplen los poderes nigrománticos de los hermanos Alaluf Gafar!

Y entonces los hermanos Alaluf Gafar se soltaron y las cuerdas cayeron a sus pies. Mariela Fernada de Sampedro le arrebató a Isabel la hoja que sostenía entre las manos y dijo, a todo pulmón:

—¡Es un fraude! ¡Es un fraude! En esta hoja dice que se trata de un nudo mágico.

—¡Miente! ¡Miente! La hoja dice que es un nudo para magia.

—Es lo mismo —respondió Gregorio Alejandro de Sampedro.

—Lo que pasa —afirmó Mariela Fernanda— es que Miguel, el tío de la mofeta de Isabel, es marinero y les habrá enseñado un nudo que aparenta ser muy fuerte pero que se deshace con un simple tirón.

—Pues yo no creo que ustedes se atreverían a dejarse atar como hicieron los hermanos Alaluf Gafar —respondió Pedro.

—¡Cállate, Panchito! —dijo furioso Gregorio Alejandro.

—¡Ja! ¿Qué no? —intervino Mariela Fernanda— ¡Mascarrieles! ¡Mascarrieles! —llamó la niña de Sampedro a uno de sus acólitos, el hijo del alcalde, un chico con unos lentes y unos frenos bucales enormes que era muy habilidoso para eso de las matemáticas y las cosas manuales y cuya familia se sentía orgullosísima de frecuentar a los Sampedro.

—¿M-m-m-mande?

—Procederás a atarnos, a Gregorio y a mí, al tronco del árbol, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de estos nudos chapuceros. ¡Vamos a demostrar que estos guarros carecen de poderes mágicos! —dijo Mariela y le puso al Mascarrieles el papel de Isabel en las manos.

En un santiamén los hermanos Sampedro estuvieron atados, pero cuando intentaron liberarse descubrieron que les era imposible:

—¡Idiota! ¡Algo habrás hecho mal! ¡Mascarrieles! ¡Revisa esos malditos diagramas!

—P-p-p-pero si los hi-hi-hi-hice bi-i-i-i-eeeeen! —respondió el Mascarrieles.

—Espera, Mariela Fernanda, confieso que se trataba de un nudo mágico de tío Miguel; pero ya no estoy segura de que fuera el que traía en el diagrama y, como me lo sé de memoria, pues la verdad es que lo habré confundido —intervino Isabel.

—¿Lo ven? ¿Lo ven? —exclamó, triunfante, Gregorio Alejandro— ¡Los guarros son unos farsantes! ¡No tienen poderes mágicos y ni siquiera pueden anotar bien en un diagrama su nudo chapucero! ¡Ahora libéranos, mentecata!

—¿Pedro? —preguntó Isabel.

—¡Con mucho gusto! —respondió Pedro mientras sacaba de su mochila varias máquinas de afeitar que repartió entre sus amigos, y las máquinas zumbaban como insectos endemoniados mientras se deslizaban, suavemente, sobre los cráneos de los Sampedro al tiempo que los rubios rizos, que habían sido cuidados con tanto mimo, caían al suelo, casi ingrávidos y entre alaridos, como debieron caer las plumas de los ángeles en aquellas batallas que nos refiere John Milton.

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