El Mustang de mi hermano Carlos

el mustang de mi hermano

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Entre los autos chatarra que llegó a poseer mi hermano Carlos durante su época de estudiante acude a mi memoria un antiquísimo Mustang, de esos de puro hierro que si chocaran contra un muro de ladrillo terminarían por derribarlo sin sufrir un raspón.

La culpa se la tuvieron mis padres ya que una Navidad, mientras cenábamos, papá sacó una cajita envuelta en papel regalo y se la entregó a Carlos, quien descubrió unas llaves.

—El carro está frente a la casa —dijo mi papá, con cara de sargento mal pagado—. Es de ocho cilindros: puro músculo americano.

Efectivamente ahí estaba ese adefesio: sólo faltaba, recargado contra la puerta del copiloto y con las manos en los bolsillos, James Dean luciendo su copete, camisa blanca, chamarra negra de piel, pantalón de mezclilla y gesto de perdonavidas.

Carlos se subió a probarlo: esa cosa sonaba como una caldera para fundir chapopote y al acelerar uno casi veía salir por el escape billetes ardiendo y monedas de plata —era de ocho cilindros, pues—.

Corrían los años 80 y gran parte de las cosas que se producían como equipos de audio, géneros musicales, películas, moda, comida y demás, estaban dirigidos a los niños, adolescentes y jóvenes del llamado Baby Boom, así que eran nuestros gustos los que movían al mundo: pantalones de mezclilla deslavados y rotos, peinados imposibles con gel; ropa vaquera; ropa de cuero y largos cabellos, en fin, todo dependía de a qué tribu urbana pertenecieras, pero todas, sin excepción, sentían una enorme debilidad por tener mastodónticas bocinas en el auto con un montón de twitters, unas bocinitas que generaban un sonido sibilante, rítmico, como si los duendes de Santa acompañaran la selección musical con unos cascabelitos.

Conocedor de esa circunstancia mi hermano Carlos se dio a la tarea de construir unos cajones, que tapizó con peluche color gris ratón y montó en forma de cruz en el techo del Mustang, por la parte interior, y los llenó de bocinas, de modo que teníamos que viajar prácticamente acostados, pero disfrutando de una emisión musical de 110 decibeles que hacía vibrar las ventanas de los vecinos y nos dejaba un zumbido en los oídos que duraba al menos media hora una vez en nuestro destino.

Eran otros tiempos: la corrupción, heredada del Imperio Romano, todavía no alcanzaba las cotas actuales y las autoridades, por lo menos las de medio pelo, consideraban a los ciudadanos. En cierta ocasión mi hermano Carlos conducía a más de 100 kilómetros por hora para entregar un proyecto de investigación en el Instituto Tecnológico de Chihuahua cuando un agente de vialidad le dio alcance, a bordo de una motocicleta:

—¡Está rebasando el límite de velocidad!

—¿Qué?

—¡Está rebasando el límite de velocidad!

—¡Voy tarde a un examen! —dijo Carlos, tomó un billete de 20 pesos de la charolita que siempre tenía llena de cambio (para dar kórima a los tarahumaras, apoyar a los huelguistas de Aceros Mexicanos y gastos menudos) y, sin aminorar la marcha, se lo entregó al oficial, que todavía lo escoltó al Tec.

Carlos bajó del automóvil por la ventana del Mustang, al puro estilo de los duques de Hazzard, jaló su mochila y subió corriendo las escaleras de concreto, pero como llevaba botas vaqueras con suela de cuero resbaló, cayó de costado y comenzó a descender alrededor de diez escalones. Una muchacha de buen ver que pasaba por ahí le preguntó:

—¿Estás bien?

—Sí, gracias.

Carlos subió los peldaños y llegó apenas para entregar su proyecto: una pequeña computadora que él mismo había construido y que procesaba las tablas de multiplicar, eso si no se sobrecalentaba, y bajó corriendo las escaleras por lo que volvió a resbalar, cayó de espaldas y se deslizó como diez escalones hasta llegar a la planta baja, donde la misma muchacha le preguntó, de nuevo:

—Estás bien?

—Sí, gracias —contestó Carlos y se trepó a su Mustang, apresuradamente, para escapar de las miradas.

Pasado el tiempo Carlos decidió vender el vehículo con el objetivo de irse a Europa y lo estacionó frente a la casa, donde permaneció meses enteros.

Un día estábamos desayunando cuando pasó el camión de la basura, enganchó el Mustang y comenzó a remolcarlo. Carlos salió corriendo en calzones, con su litro de leche en la mano. Mi hermano Ricardo y yo fuimos tras él:

—¡Eh! ¡Eh! ¡Deténganse! —gritaba Carlos, lastimeramente.

La sombra del Mustang quedó impresa en el suelo de la cochera, de tanto tiempo que llevaba estacionado. Mi mamá, seguida por mi hermanita Karla salió de la casa y, con las manos en la cintura —gesto que imitó Karla— dijo:

—¡Pero qué batidero! ¡Me tallas esa sombra!

Ricardo y yo comenzamos a reírnos.

—¿Y ustedes de qué se ríen? ¡Ayúdenle a su hermano!

Así que los tres terminamos a cuatro patas tallando la sombra del Mustang, vehículo que finalmente recuperó Carlos y lo vendió para completar su viaje a Europa, pero esa es otra historia.

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