Los beneficios de la boñiga

Los beneficios de la boñiga

Por: Elko Omar Vázquez Erosa

Me encontraba en Temósachi caminando a orillas del arroyo, deteniéndome en las ruinas de adobe, en los puentes derruidos y en todos los paisajes sugerentes para escribir poemas de gusto trasnochado. Finalmente el cansancio hizo acto de presencia y saqué la parrilla portátil, un paquete de salchichas y una botella de tequila. Junté varias ramas y encendí una hoguera mientras fumaba, contemplando la naturaleza. De pronto un hombre de negras barbas y larga cabellera, que vestía un poncho, salió de entre los árboles:

—Buenos días —saludó.

—Buenos días.

—Fresca y linda la mañana, ¿eh?

—Sí, muy agradable.

—¿Se piensa tomar solo esa botella?

—Podemos compartirla pero tendrá que ser a morro.

—Caray: tampoco es que pensara que trajera usted un par de vasos de cristal de bacará en esa mochila.

El pintoresco sujeto, que dijo llamarse Sergio Ledezma, se quitó el torcido sombrero de paja, se sentó a un lado del fuego, echó un buen trago y encendió un cigarrillo. Yo arrimé la parrilla al fuego y abrí un paquete de salchichas.

—Ese fuego está muy vivo, necesitamos boñiga —comentó.

—Lo mismo había pensado —respondí, así que juntamos varios panes de caca seca de vaca y esperamos a que se convirtiera en brasas. Sergio puso los ojos en mi libreta:

—¿Escribe usted? —preguntó.

—Sí, principalmente poesía… algo de narrativa.

—Me gustan las causas perdidas: son las únicas que valen la pena —afirmó—. Yo soy filósofo y gambusino.

Sergio Ledezma tomó mi libreta y leyó algunos poemas, luego sacó su cuchillo y removió las brasas. Colocamos las salchichas sobre la parrilla y muy pronto adquirieron un tono dorado uniforme.

—La boñiga es una maravilla —comentó Sergio—. Debería escribir usted un poema al respecto: Oda al estiércol.

—Demonios, no se me había ocurrido —contesté mientras bebía un trago de tequila.

—Cuando está fresca —continuó Sergio sentenciosamente, al modo de los ancianos de aldea, mientras agitaba un dedo didáctico— sirve de hogar y de alimento a un humilde escarabajo, bicho que era sagrado para los sabios egipcios. Además sus misteriosos nutrientes hacen que el cabello vuelva a crecer —afirmó mientras acariciaba sus largos bucles—, siempre y cuando la sustancia esté calentita y humeante.

Sergio se apoderó de una salchicha con su cuchillo y comenzó a devorarla con deleite: seguí su ejemplo.

—Los beduinos —agregó— utilizan unas redes para recoger el precioso excremento de sus camellos a fin de encender hogueras nocturnas alrededor de las cuales se han cantado hermosos poemas para celebrar bellezas legendarias y grandes batallas. Más de una princesa del desierto ha bailado en torno a esos fuegos, invitando a soñar. Más de una reina de la antigua Meroe utilizó tan útil ungüento para esculpir sus altos y vistosos peinados.

Sergio se levantó cobrando la estatura de un profeta, le dio un trago largo a la botella, que agradeció con un gruñido de satisfacción y con un gesto grandilocuente, que hubiera envidiado el mismísimo Jerjes cuando contemplaba sus ejércitos desde lo alto de una colina, señaló los gruesos muros de adobe de un antiguo rancho en ruinas:

—¿Cuántas lluvias? ¿Cuántos vientos feroces han azotado esos gruesos muros de adobe y, no obstante, siguen en pie? El secreto es que han sido amasados con paja y boñiga.

Yo me encontraba maravillado ante tanta sabiduría. El filósofo, cuyo demonio familiar lo había conducido hasta los límites del éxtasis, continuó:

—¡Cuán fértiles! ¡Cuán hermosas las tierras que nos rodean! Enriquecidas durante generaciones con la mierda del ganado. Y pensar que Jorge Luis Borges desdeñaba a los vascos, a quienes acusaba de orgullosos afirmando que durante miles de años no habían hecho otra cosa que producir estiércol; ¡pero en verdad os digo que no es poca cosa haber descubierto los beneficios de tan noble producto! Los vascos se honran a sí mismos con los secretos de esa ciencia.

El noble varón volvió a sentarse y bebió de la botella:

—Ni siquiera Hércules, según refieren nuestros padres espirituales, los griegos, tuvo a menos limpiar cuadras e incluso convirtió esa tarea en una de sus mayores hazañas para asombro de los mismos dioses.

Le di un trago a la botella y encendí un cigarrillo con sumo placer. Sergio buscó los suyos y se encontró con que se le habían terminado. Le ofrecí uno de los míos.

—No es necesario —dijo, arrancó una hoja de mi libreta y se puso a liar un cigarrillo con estiércol, que desmenuzaba entre los dedos. Le dio una calada a ese chisme y me lo ofreció. Yo lo acepté, si bien pensaba que estaba por fumar mierda, literalmente:

Fue como tragar un haz de agujas y navajas. Tosí como tuberculoso, pero luego de apurar un trago conseguí recuperarme.

—Hay que cogerle el truco —dijo Sergio, pero dejó de hacerse el remolón y encendió uno de mis cigarrillos.

Los pájaros cantaban alegremente, la suave melodía del arroyo se volvía una con sus trinos y el céfiro fragante acariciaba nuestros barbudos rostros. Seguimos dándole a la botella.

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5 respuestas a “Los beneficios de la boñiga

  1. Que onda Bro, mochate pa’ andar iguales… no?… esta anecdota si esta medio curiosa… el tal Sergio si existio y hablaba como lo describes?… todo un filososofo empirico!

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  2. Filósofos vagabundos hay muchos, todos muy acostumbrados a tomarse el tequila y los cigarros de sus semejantes. Son aburridísimos, tiran unos royos formados con lo primero que se les ocurre. Se mantienen descubriendo el hilo negro. Acá en ciudad Chihuahua circulan algunos de esos.

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